Otras miradas

Los andaluces queremos el mollete entero

Isabel Serrano Durán

Socióloga y politóloga

Pintar dos rayas verdes en un folio. Pegarle cualquier lápiz roñoso que tuvieses abandonado en el fondo de cualquier estuche. Limpiar con el espumillón la flauta de plástico. Coger el zumo de la mochila y bajar corriendo al patio del recreo a hacer cola para el pan con aceite reglamentario. El Día de Andalucía: un recreo largo en el que desayunar, estar con tus amigas, bailar y desafinar la flauta con un fa sostenido que se convertía en la nota estrella de un espectáculo en el que te acompañaban unos compañeros que conseguían desentonar aún más un himno que poco a poco fuimos comprendiendo que era nuestro.

Pertenezco a esa generación que construyó su identidad a través del olor a pan y aceite, al color verde que siempre era "verde Andalucía" y a unos sonidos concretos que siempre significaban alegría. Recuerdo crecer y renegar. Imagino que forma parte de la naturaleza de toda preadolescente rebelde que lo único que quiere es sentirse diferente a lo que le han dicho que era la norma, aunque lo supuestamente distinto acabase siendo lo más habitual. Frente al flamenco del Día de Andalucía, mejor volverse una fan enloquecida de grupos de chicos jóvenes y guapos cantando en idiomas que no entendía; porque las canciones que acompañaban cada verbena eran de catetos analfabetos. Frente a conocer cada rincón de nuestros pueblos, aprender de nuestros mayores y sentir cómo nos asientan nuestras raíces hacia la tierra, lo más a la moda era construir castillos en el aire soñando con vivir en grandes ciudades impersonales donde nadie te pregunte "y tú de quién eres"; porque los pueblos siempre eran símbolo de pobreza y fracaso personal.

Pero, gracias a la estabilización de las hormonas - sinceramente creo que ha hecho más por mí que Dios-, esas edades pasan y las piezas inconexas que fui descubriendo durante esos años van tomando, casi sin querer, un cierto orden que explica el mundo que te rodea. Y, de repente, comprendes que todo ese rechazo no es más que la asunción de unos prejuicios que llevabas años consumiendo en bucle a través de las pantallas o por escuchar comentarios que son el resultado de la aceptación de una supuesta inferioridad por no pronunciar todas las eses al final de cada palabra. Entiendes que el olor del pan con aceite es solo los flecos de todo un mantón bordado con mil hilos que construyen lo que es tu identidad.

Y, como si se tratase de la cuarta sevillana, todo da vueltas a la vez que se construye el equilibrio y la armonía. Lo propio, de lo que has intentado renegar, pasa a ser el eje de todos tus movimientos. El meneo de los volantes se convierte en una corriente que recoge todo el sentir de un pueblo que lleva edificándose desde siglos atrás. Porque el traje de flamenca no es algo de rancias, sino es el vestido que tu abuela se hacía con cualquier cortina porque era la forma de respetar y honrar nuestras raíces. Porque Rocío Jurado, Pepa Flores, Lola o cualquier folclórica no era una cosa carca, antigua y en blanco y negro, sino que era un feminismo que hablaba igual que tú y que reventaba las cuerdas de un corsé que les apretaba para colocarse la bata de cola y reivindicar su voz propia.

No recuerdo exactamente en qué momento comprendí que Andalucía era mi identidad y que articulaba toda una serie de cuestiones que daban forma a mi mundo. Probablemente fue un camino que anduve paso a paso. No te levantas un día conociendo lo planteado por la Asamblea de Ronda, ni la figura de Blas Infante, la manifestación histórica del 4 de diciembre, Caparrós o, simplemente, el desprecio que han sufrido los andaluces durante siglos por el simple hecho de serlo. Y, quizás, haya quien no sepa la existencia de la Constitución de Antequera, pero el coraje de escuchar a alguien insultar a tu acento hace una especie de ganchillo en la garganta con la frialdad de las agujas de quien solo mira a Andalucía desde la superioridad. Poco a poco se va creando el mantelito de croché de la pertenencia.

Hoy podremos ver a quienes izan con una mano la blanca y verde y con la otra recortan servicios públicos celebrar el Día de Andalucía. Igual que siglos atrás, siguen maltratando nuestra tierra como buenos hijos y nietos de señoritos. Quizás por eso están en contra del impuesto de sucesiones, porque prefieren heredar de forma íntegra la buena costumbre de alimentar al pueblo a base de sus restos. Pero, nosotros y nosotras, hijas de los recreos del pan con aceite no podemos conformamos con las sobras. Tenemos que transformar esa dignidad que se nos escapa por nuestras gargantas y el orgullo que nos estalla en el pecho en una defensa real de nuestro pueblo. Porque el andalucismo siempre ha sido una lucha contra quienes han querido oprimirnos. Andalucía siempre ha sido una tierra castigada por unas élites que han hecho de nuestros campos sus cotos privados de caza y de nuestras playas sus lugares de descanso. Los andaluces solo éramos una especie de atrezo que pone copas, da palmas y les hace el trabajo sucio.

Pero esto va a acabar. Llevamos desde pequeños ensayando. No podemos fallar en nuestro momento estrella. Es hora de coger nuestra flauta y tocar con la dignidad de quien tiene la certeza de estar peleando por nuestros derechos. Afinar cada nota con la maestría de quienes nos precedieron. Saborear cada bocado de pan con aceite con el ansia de quien lleva años pasando hambre. Ponernos la flor bien alta con la alegría de quien no tiene más fuerzas para lamentar. Y celebrar. Celebremos que somos un pueblo que, a pesar de lo que diga el himno, no queremos volver a ser lo que fuimos. Queremos todo lo que nos han negado. No queremos las migajas. Queremos el mollete entero.

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