Otras miradas

Es su geopolítica, y hay que respetarla

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Un hombre mayor cruza el río tras el bombardeo de un puente en Irpin, a 2 de marzo de 2022, en Irpin (Ucrania). Foto: Diego Herrera / Europa Press
Un hombre mayor cruza el río tras el bombardeo de un puente en Irpin, a 2 de marzo de 2022, en Irpin (Ucrania). Foto: Diego Herrera / Europa Press

Poco después de la Revolución soviética, los bolcheviques triunfantes rasparon, para resignificarlo, un obelisco zarista, homenaje a los Románov, que se erguía en Moscú desde 1913. En él inscribieron esta serie de nombres: Marx, Engels, Liebknecht, Lasalle, Bebel, Campanella, Meslier, Winstanley, Tomás Moro, Saint-Simon, Vaillant, Fourier, Jaurès, Proudhon, Bakunin, Chernishevski, Lavrov, Mijailovski y Plejánov. Franceses, ingleses, alemanes, italianos... y rusos también, pero sin conformar la mayoría del plantel. Renegaban los bolcheviques primeros de la lógica nacional que sí recuperará Stalin, sintiéndose redentores de un santoral emancipatorio en el que cabían el alemán Liebknecht o el napolitano Campanella —autor, en el siglo XVI, del tratado utópico La ciudad del sol—; el anarquista Bakunin, el socialista pacifista Jaurès, el reformador protestante Winstanley o el populista liberal Mijailovski.

Susan Buck-Morss razona en el primer capítulo de su deslumbrante Mundo soñado y catástrofe: el fin de la utopía de masas en el Este y el Oeste que la edad contemporánea entronizó dos modelos adversarios de la soberanía de masas que fue reivindicación y conquista de las revoluciones fundantes de la era. Por un lado, aquel en el que creerá la tradición liberal y nacionalista: un «imaginario político de Estados-nación, mutuamente exclusivos y potencialmente hostiles».

Por otro, el imaginario de clases antagonistas del movimiento obrero. Más tarde reflexiona la autora, profesora de filosofía política y teoría social en la Cornell University, en este libro del año 2000, que «la diferencia más sorprendente entre estas dos visiones políticas modernas es la dimensión que domina sus panoramas visuales, determinando la naturaleza y situación del enemigo y el terreno sobre el cual se hace la guerra. Para las naciones-Estados, esa dimensión es el espacio; para la guerra de clases, la dimensión es el tiempo».

La lucha de clases combate por el tiempo; por conquistarle parcelas al porvenir. En el imaginario socialista, aquellos lugares en que se hacía una revolución pasaban a ser ventanas abiertas al futuro. El frente de su guerra, amiga del proletario de las antípodas, enemiga del burgués conciudadano, está en todas partes y en ninguna: «pasa», escribía Roy Medvedev, «por cada una de las ciudades y por cada una de las casas». Y cuando se triunfa en ella, la victoria es de todos los parias y libertadores de la Tierra; de los presentes y los pasados, de Espartaco para acá.

En aquel santoral proto soviético, cabía hasta Henry Ford, venerado fabricante del producto de consumo más codiciado por el campesinado ruso: el tractor Fordson, que maravillaba a aquellos labriegos como una promesa de la liberación de su atraso. Los campesinos —escribe Richard Stites en Revolutionary dreams— veían a Ford «como un personaje mágico, y le preguntaban al periodista Maurice Hindus si él era más rico que los zares y si era el americano más listo. Ansiaban contemplarle personalmente... El nombre de Ford era conocido mejor que el de la mayoría de las figuras comunistas, con la excepción de Lenin y de Trotski. Algunos campesinos dieron su nombre a sus hijos».

Frente a esta concepción, el imaginario adverso, liberal y nacionalista —cuya expresión límite será el fascismo—, llamará geopolítica, palabra tan pronunciada en nuestros días, a su manera de comprender el devenir de la realidad. Estados, imperios, combatientes. Combatientes con otros Estados, con otros imperios, a los que arrancan, que les arrancan a ellos, parcelas literales, no de tiempo, sino de espacio. En este imaginario, la complejidad interna de los Estados-nación queda refundida y embalsamada en la pretendida objetividad del «interés nacional». Se es amigo del plutócrata compatriota; se abre en canal a bayonetazos al albañil extranjero que se abalanza sobre nosotros desde la trinchera de enfrente. El frente, aquí, es una línea clara, y es la frontera. La del país, la del imperio, la del espacio de influencia.  «Dentro del sistema territorial de Estados-nación», escribe Buck-Morss, «todas las ideas políticas son geopolíticas. El enemigo se sitúa dentro de un panorama geográfico. La línea divisoria entre amigo y enemigo es la frontera nacional y transgredir esa frontera supone el casus belli. La finalización de la guerra provoca una redistribución de la soberanía nacional».

Es fácil deducir algo que Buck-Morss explicita en el libro, y de lo cual vemos pruebas flagrantes en nuestros días: la geopolítica favorece el statu quo. Para quienes observan el mundo a través de este prisma, la revolución, cualquier revolución, se presenta «como algo desestabilizante y anómalo, que ha de evitarse a toda costa». Si se produce a pesar de ellos, es atacada como falaz; pergeñada, instigada, por el enemigo espacial, que con sus quintacolumnas siembra la discordia entre los nuestros a fin de debilitarnos. Solo la colisión entre Estados, su brega de carneros es verdadera. Cada cual tiene su interés, y todos son legítimos. Cuestiones como los derechos de las mujeres o los homosexuales llegan a ser vistas como ni buenas, ni malas, sino un «parámetro occidental» al que los Estados no occidentales no tienen por qué acogerse. Es su geopolítica, y hay que respetarla.

En nuestros días, esta visión prospera entre izquierdistas y revolucionarios sedicentes que, al tiempo que legitiman la invasión rusa de Ucrania, condenan, por ejemplo, la revuelta feminista iraní como una revolución de colores orquestada por la CIA contra un rival geopolítico. Para estas gentes que claman contra el eurocentrismo u occidentecentrismo de pretender que la Ilustración constituya una causa de alcance universal, no cabe imaginarse una revolución en Irán de otro modo que espoleada por agentes occidentales.

Igual que quienes, a la vista de la imponencia de las pirámides de Guiza o de las mayas, prefieren fabular disparatadas teorías sobre arquitectos extraterrestres antes que aceptar que hubo civilizaciones avanzadas en África o América mientras en Europa apenas acabábamos de bajar de los árboles, son incapaces de aceptar la autonomía revolucionaria de los pueblos no occidentales; y si se la imaginan, la vilipendian como un acto de infantilismo, de irresponsabilidad pueril. Lo es que el pueblo iraní tome la decisión de alzarse contra los ayatolás; lo es que el ucraniano decida no entregarse mansamente al invasor que reduce a cenizas sus ciudades. Y acaba sucediendo que se organicen actos multitudinarios por la paz de los que se presuma que reúnen «muchas voces», pero uno mire el cartel y no encuentre ni una ucraniana.

Pero con frecuencia sucede que estas gentes para quienes Estados Unidos es el mal absoluto desprecien también movimientos de allá como Black Lives Matter. Los apóstoles de la geopolítica rechazan la desestabilización —el conflicto civil que para el luchador de clase no es una tragedia, sino un anhelo, siendo la tragedia la guerra internacional que la geopolítica ensalza— también para el enemigo. Como los confederados de la guerra de Secesión, creen, no en el derecho del individuo, ni en el de la clase, sino en el del estado, al amparo de cuya sacrosanta soberanía quedan legitimados el despotismo o la esclavitud.

La geopolítica es su relativismo cultural, y los vivas a la multipolaridad, su celebración de la diversidad. Sea el mundo multipolar, represente lo que represente cada polo, y será bueno; lapídese a los maricones en uno de los polos, reconózcanseles derechos en el otro, y de alguna manera ajena al sentido común de los mortales, ese equilibrio entre la luz y la oscuridad será mejor que la demanda universal, global, de la luz. Ni de izquierdas, ni de derechas: tiene que haber un poco de todo en el planeta para estos militantes de un UPyD panterráqueo.

Por supuesto, en toda guerra internacional, geopolítica, hay un componente de lucha de clases: los soldados nacionales exigen compensaciones a su sacrificio, tales como el sufragio femenino o el sistema nacional de salud. Y la guerra de clases puede tener vetas geopolíticas: he ahí al Lenin que —revolucionario de una revolución de color: rojo, para más señas— arriba a Rusia en un tren alemán; que acepta servir al interés geopolítico del Reich de desestabilizar al enemigo ruso; que con el Tratado de Brest-Litovsk dice: «cedo espacio... para ganar tiempo».

Lo real es siempre marañoso; los tipos ideales son útiles, pero conviene no creer en su literalidad. Pero hay predominancias; miradas en cuya paleta prima un color o el otro. Si de miradas hablamos, la geopolítica también es la mirada torva de quien está de vuelta de la creencia en revoluciones, por más que su discurso objetivamente conservador se recubra —mecanismo de compensación— de folclore revolucionario. Insurgentes de una insurrección metafísica, súbditos de un reino de otro mundo, disienten una por una de cada transformación revolucionaria realmente existente y se mofan de quienes, hoy, conservan el espíritu de aquel obelisco; del ingenuo optimismo de quienes siguen pensando que la historia es una batalla entre progreso y reacción, y que decirlo así es llamar pan al pan y vino al vino.

No hay —transmiten—, no ya revolución auténtica, sino revolución posible; la condición humana es inevitablemente sucia; solo el crudo maquiavelismo del Risk de los imperios es realista. De sendas películas que Susan Buck-Morss compara en su libro, la que expresa su visión no es el Octubre de Eisenstein, con su reproducción al revés del derribo de una estatua del zar Alejandro III —que de tal modo regresa desde el suelo a su pedestal— para burlarse de la pretensión reaccionaria de regresar al pasado, sino la Intolerancia de Griffith, con su amarga visión cíclica de la historia: no hay progreso, sino un eterno retorno de la barbarie bajo formas siempre novedosas; espirales palingenésicas de muerte y resurrección.

Desde luego, después del siglo XX, cuesta trabajo creer en utopías liberatrices; y a la vista de la poli crisis que habitamos, del desastre al que nos abocamos, es imposible hacerlo en el progreso lineal. La Rusia poscomunista volvió, por ejemplo, a edificar piedra por piedra la Catedral del Cristo Salvador, demostrando, contra Eisenstein, que sí se puede dar marcha atrás a la película de la historia. Pero el espíritu del obelisco no tiene por qué morir del todo: puede pervivir, como mínimo, en las luchas por conservar lo que la edad contemporánea sí trajo de bueno a los seres humanos.

El progreso no es lineal, no es inexorable, nunca carecerá de reversos oscuros, contendrá siempre paradojas, equívocos, pero eso no quiere decir que no exista en absoluto. Se puede progresar; se puede vivir mejor que los antepasados. También se puede vivir —ahí está el aprendizaje necesario— mejor que los descendientes: no hay revolución que sea definitiva. Pero no puede renunciarse por completo al sueño del progreso; un sueño que solo puede perseguirse globalmente. Con los ucranianos que combaten a Putin; con los rusos que, en Rusia, combaten a Putin; con los ucranianos que, en Ucrania, combaten a la vez, porque no es incompatible, a Putin y a sus propias élites e ignominias; con Black Lives Matter; con Espartaco, Bakunin, Lenin y Voltaire; con el Marx que, en la guerra de Sucesión, no se identificó con los confederados, sino que se escribía cartas con Lincoln, «hijo honrado de la clase obrera» al que «le ha tocado la misión de llevar a su país a través de los combates sin precedente por la liberación de una raza esclavizada y la transformación del régimen social», y le decía: «Desde el comienzo de la titánica batalla en América, los obreros de Europa han sentido instintivamente que los destinos de su clase estaban ligados a la bandera estrellada. ¿Acaso la lucha por los territorios que dio comienzo a esta dura epopeya no debía decidir si el suelo virgen de los infinitos espacios sería ofrecido al trabajo del colono o deshonrado por el paso del capataz de esclavos?».

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