Otras miradas

La rabia de Tomás, el tremendo

Oti Corona

El pequeño Tomás no sabe divertirse, solo le gusta coincidir con sus compañeros en el arenal. Le gusta, sobre todo, que los otros lleven palas y cubitos porque lloran y rabian cuando Tomasín se los arrebata y los lanza alternativamente lejos o contra sus cabezas. Los papás de Tomás suelen enfrascarse en alguna lectura o en sus móviles, o bien charlan en la esquina, de espaldas a la acción. ¿Qué le ha dado a Rosita con la pala? Ay, este Tomás, es tremendo, tremendo. Sí, su hijo la lía a veces, pero para eso están las zonas de juego, para que los niños se distraigan, hagan travesuras y se relacionen a su manera. En definitiva, para que la líen.

Cuando Tomás deja la escuela infantil, ya tiene unos cuantos amiguitos como él: sanos, fuertotes, escandalosos y un poco bestias. Da risa cómo se apartan las nenas y algún nene en cuanto Tomás y sus amigos salen al recreo. Ellos deciden quién juega y quién no, de quién es la pelota, quién va en cada equipo y quién se pone de portero. Si la maestra se inmiscuye en sus asuntos, Tomás se enfurruña y se sienta en un rincón con el ceño fruncido y los brazos cruzados; por más que trate de evitarlo, se le suelen saltar las lágrimas. ¿Cómo que no le dan la razón? ¿Cómo que no era penalti, qué es eso?

Un curso tras otro, sabe que toca regañina el día que su madre habla con la tutora y se entera de las peleas en el patio, de las burlas a Quique, el gordito, y de las nueve mañanas que se ha olvidado en casa la libreta. A Tomás le cuesta en esas ocasiones que su madre le escuche, por lo que grita más de lo habitual: las peleas las empiezan los otros, Quique es un niño gordo y llorón, la libreta me la olvido por tu culpa, mamá, que me metes demasiada prisa para ir al cole. Su madre opina que algo de razón tiene la criatura, y así la reprimenda se va apagando hasta que se extingue. «Cuéntale a papá lo que ha dicho hoy la maestra», le dice durante la cena, y Tomás explica su versión. A su padre le hace mucha gracia porque detestaría tener uno de esos críos afeminados y lloricas.

El último tramo de Primaria es infernal, pero ahí están sus papás para apoyarle. Si le rompe las narices a Pablito, a ver si espabila Pablito, que aprenda a defenderse. Si levanta la falda de Palmira, es que quién le manda a Palmira ponerse esas faldas tan cortas. Si interrumpe la clase, es que es muy nervioso; si le llaman la atención porque no deja hablar a los demás, por qué siempre riñen al mío, será que los otros nunca interrumpen.

Así llegan al instituto, donde Tomás pega un estirón y alcanza el metro ochenta, que adorna a su vez con una ostentosa musculatura. Lo único bueno de ese lugar es el cambio de asignatura, esos minutos desde que se marcha un profesor hasta que llega el siguiente, en los que el grupo queda sin vigilancia.

Qué gracioso es tirar a la basura la carpeta de la infeliz que se sienta a su lado, lanzar por la ventana el estuche del tontaina que siempre anda con las chicas y partir en dos varios bolígrafos. Más placentero aún es comprobar que su pandilla de amigos le echa un cable en sus gamberradas sin que nadie les diga ni mú; le encanta la ley del silencio que sobrevuela sus fechorías. Aun así, le han expulsado un par de días por faltar al respeto a sus profesores, con argumentos, a su modo de ver, injustos.

Su madre no suele reñirle; semanas atrás, Tomás le pegó un empujón y suerte tuvo que estaba su padre para defenderla porque él no se controla, le pueden los nervios, le estresan demasiado. Últimamente anda enrabietado porque en bachillerato suspenden por cualquier tontería y le han tumbado siete en la primera evaluación. Para más inri, ahí van las chicas de su curso con Quique y con Manuel, que quedan para estudiar y dar un paseo. Además, no siente como en años anteriores el abrigo de la pandilla; uno de ellos ha abandonado los estudios, otros se han vuelto formales y el resto está en ciclos formativos.

Se desahoga de su rabia con chistes malos en clase que ya nadie le ríe o poniendo a cien por hora la moto que le compraron para Reyes o montando pollos en los debates del aula de sociología. Hoy mismo, por ejemplo, debatían por qué creen que los hombres delinquen como cuatro veces más que las mujeres y se ha puesto hecho una fiera. Es que no fastidies, menudo disparate.

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