Otras miradas

Salvador Seguí contra el cinismo contemporáneo

María Corrales

Periodista. Asesora política. Miembro del Instituto Sobiranies

Salvador Seguí contra el cinismo contemporáneo
Salvador Seguí, 'El Noi del Sucre', en Madrid en 1919. Es el que sujeta el maletín en medio de la imagen

La semana pasada se cumplieron 100 años del asesinato de Salvador Seguí a manos del terrorismo patronal. Puede que haya lectores a quienes dicho nombre les resulte ajeno, pero el peso de este líder anarcosindicalista está imprimido en conquistas tan cotidianas como la jornada laboral de ocho horas que hoy seguimos disfrutando, por lo menos, formalmente, sin que hayamos conseguido, desde entonces, ganarle algo más de tiempo al reloj de la oficina.

Catalunya, sin embargo, parece no haberse olvidado completamente de esta figura trascendental para la historia de las clases trabajadoras. Desde el viernes pasado, se le han rendido homenajes en Montjuic, donde está enterrado, en la Rambla del Raval, donde fue asesinado, y se han convocado multitud de actos para pensar en la vigencia de su pensamiento. Entre ellos, el que organizamos este mismo miércoles desde el Institut Sobiranies y cuya servidora tuvo el honor de moderar.

Tengo que confesar que a Salvador Seguí siempre lo admiré más que leí. Toda mi adolescencia y época universitaria estuvo marcada por una fe inquebrantable en el anarquismo, pero como me dijo un compañero una vez, mi anarquismo siempre estuvo atravesado por una importación ahistórica del sindicalismo de la primer mitad de siglo XX cuyas prácticas, pensaba, seguían siendo la llave de aquel nuevo orden moral y material al que aspiraba dicha generación.

Escuchando a los ponentes durante el acto, me di cuenta de cuánto de pensamiento mágico puede llegar a haber en la veneración sin estudio. Pondré un ejemplo. El historiador Xavier Domènech explicó como el Noi del Sucre fue uno de los primeros en cuestionar el mantra de la huelga general revolucionaria como momento de la gran ruptura detrás de la cual no había más que incertidumbre. Esa frase me retrotrajo al día después de la gran huelga general de 2012, cuando yo tenía 20 años. Recuerdo haber llorado, sí, aquí somos de lágrima fácil, al ver como los camiones de la limpieza recogían los contenedores quemados y la vuelta a la normalidad se hacía ineludible sin que se notase en el ambiente ni un atisbo del nuevo mundo que yo había cantado tantas veces esa noche desde el corazón.

Con los años, he aprendido a entender que, como decía el Noi del Sucre, las grandes transformaciones no llegan de la noche a la mañana, sino al contrario, es en cada victoria concreta de las condiciones materiales y la correlación de fuerzas que avanzamos de trinchera en trinchera siempre con la condición de mantener la mirada alta y no perdernos en el mantra paralizante de la gestión.

Viendo las impresionantes manifestaciones que se están llevando a cabo en Francia contra el decretazo de las pensiones de Macron ya no pienso que mañana se levantará la utopía socialista en el país vecino, pero sí me gusta pensar que en la experiencia de todas esas personas que bajo demandas muy distintas llevan semanas encontrándose en este conflicto está la semilla de una nueva unidad alejada de la uniformidad, pero también de la autoafirmación individual dentro de ese supermercado de las opresiones y las identidades en el que parece estar encerrada la izquierda.

El conflicto de las pensiones ha resultado ser el paraguas bajo el cual se han juntado los de abajo frente a la tormenta perfecta que azota el conjunto del sistema político francés. Así, frente al planteamiento que han hecho algunos analistas como Esteban Hernández sobre una agenda marcada casi en exclusiva por la batalla entre las élites nacionales y las élites globales, hoy vemos con esperanza, más allá de los Pirineos, como el magma para la autonomía de lo popular empieza a sacar la cabeza.

Este proyecto de sociedad capitaneado por la clase trabajadora fue siempre la obsesión de Salvador Seguí quién no dudaba, a la vez, en proponer que hacía falta ir mucho más allá de nosotros mismos y construir ampliar alianzas para hacer frente a las ofensivas reaccionarias. Y es que como decía EP Thompson, "si llega el Estado Policial, entonces, sea cual sea nuestro género o color, nos encontraremos en una misma prisión llena de gente, y si disparan los misiles nucleares juntos moriremos".

Hoy, diez años después de la última gran huelga general convocada en España, pienso que aprender de la generación que trajo algunos de los avances en derechos más importantes para nuestro país pasa hoy por cambiar algunas de las preguntas fundamentales que lleva haciéndose la izquierda ya hace algunos años. Mirar más hacia el qué y no hacia el quién, es decir, dejar de ponerle sufijos a los nombres para intentar convertir en sujetos revolucionarios al precariado o al cognitariado y pensar más en aquellos nodos que a través del conflicto son capaces de agregar voluntades nuevas. En Francia han sido las pensiones, pero en España, esto podría pasar por levantar las banderas de la batalla contra la carestía de la vida que ya agitaron los anarcosindicalistas hace más de un siglo.

Para ello, es evidente que necesitamos herramientas políticas y sindicales que piensen más en la construcción de un bloque popular que en la incorporación fragmentaria de la última reclamación que consigue traspasar las paredes del filtro institucional. Y es que como pasó con la Ley Mordaza esta semana, la correlación de fuerzas no puede ser una excusa para la rendición. Al contrario, entender la correlación de fuerzas como algo básico a la hora de hacer política implica labrar el camino para la acumulación de las mismas mucho más allá del impotencia del plano institucional.

Salvador Seguí fue uno de los líderes que abogó por desconvocar la huelga de la Canadiense para materializar la conquista de las 8 horas a sabiendas de que mantener esa movilización llevaba irremediablemente a la derrota total. Cien años después, el aprendizaje de este gesto no puede ser el del cinismo, sino al contrario, el de volver a aprender a soñar en grande anclando, en cada conquista, algo más de libertad que nos sitúe en mejores condiciones para la siguiente.

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