Otras miradas

¿Por qué tenemos que hablar tanto, señor Tamames?

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

¿Por qué tenemos que hablar tanto, señor Tamames?
El profesor Ramón Tamames durante la segunda y última jornada del debate de la moción de censura que impulsa Vox.- EFE

"¿Por qué tenemos que hablar tanto, señora presidenta?", profirió Ramón Tamames en cierto momento de su propia moción de censura, al ir descubriendo que la fiesta que le habían preparado no era cómo él se la imaginaba. Pero es que ya dijo Goebbels, o eso cuentan, aquello de que "una mentira repetida mil veces se convierte en verdad". Nótese que lo importante es repetir mil veces la mentira, señor Tamames, y ahora le tocó a usted hacer de ventrílocuo.

Hubo una época, no tan remota, en que el lenguaje de los políticos resultaba para el común de los mortales escasamente inteligible, perdido en una maraña de datos macroeconómicos, palabros burocráticos, tecnicismos y eufemismos. Langue de bois, la llaman los franceses: una "lengua de madera" que solo servía para darle vueltas al vacío del discurso. Ahora en cambio, esa lengua de madera (con honrosas excepciones) se utiliza a garrotazos. Como en la pintura de Goya, sí. A más exabruptos, más minutos en televisión.

Segunda moción de censura inane auspiciada por el partido ultraderechista en lo que llevamos de legislatura, porque a eso juega el fascismo siempre, a la gamberrada, la antipolítica, a desgastar las instituciones democráticas para presentarse luego como salvadores de ese caos que ellos mismos han sembrado; hasta que, en medio de la confusión, haya quienes lleguen a creer que la culpa de todo la tuvieron Largo Caballero y Yoko Ono. ¿La bestia a batir? No otra que eso que una y otra vez llaman "sanchismo", como si se tratara de un tipo de régimen específico, diferente del socialismo al que representa, aunque sus características particulares se me siguen escapando. De momento solo intuyo que se utiliza como insulto.

El sufijo -ismo significa movimiento, y para movilizarlo en torno a un nombre propio se necesita una gran talla histórica; puede que ocurra como con el bonapartismo, que tuvo que esperar a que Napoleón cayera en Waterloo para nacer, pero no le auguro el éxito de otras voces políticas como el franquismo, el peronismo, el chavismo o el estalinismo. Ni siquiera Hitler tuvo su hitlerismo, ya ven.

Comenzaron diciendo que se trataba de un Gobierno "ilegítimo", a pesar de que aquella moción de censura prosperase apoyada por una mayoría parlamentaria y siguiendo los cauces constitucionales del procedimiento de las Cortes; ganó después unas elecciones democráticas (dos veces, además), y fue el único partido capaz de formar un Gobierno con los apoyos parlamentarios suficientes. Pero a fuerza de repetirlo cual estribillo de canción del verano, acabó calando en el lenguaje político de más de uno.

Acuñaron luego lo del "Gobierno Frankenstein" para referirse a un Gobierno de coalición, como si no fueran algo común en las democracias representativas que nos rodean: en Alemania gobiernan socialistas, verdes y liberales al alimón y sin mayor terror, y solo la coalición que dirige ahora Italia, entre Meloni, Berlusconi y Salvini de karaoke, se me antoja algo monstruoso. En todo caso, creo que la derecha no pilló el mensaje de aquella película: recuerden si no la delicadeza de la escena con la niña y la flor, frente al monstruo real, que era la muchedumbre armada con antorchas. Y es raro que no la entendieran, porque era en blanco y negro, igual que ellos.

Llegó entonces lo de felón, pero como nadie sabía qué significaba sin tirar de diccionario, fueron a más: déspota con ansia de poder infinita, entre los "delirios totalitarios" y la "autocracia absorbente", neologismo en la teoría política que el señor Tamames no ha tenido a bien explicarnos. Por más que rebusco, no encuentro el totalitarismo en el sentido en que lo conceptualizó Hannah Arendt en nuestro Gobierno. De despotismo oriental hablaron Montesquieu y Marx, y Wittfogel lo precisó con el término de "despotismo hidráulico", porque el eje del poder de aquellos antiguos imperios gravitaba precisamente en torno al control del acceso al agua. Un despotismo hidráulico por el que de momento solo he visto apostar a Espinosa de los Monteros, porque qué va a ser eso de que los ríos desemboquen en la mar que es el morir, Jorge Manrique.

Si de algo puede presumir Pedro Sánchez es de ser el presidente del Gobierno más débil de la historia de nuestra democracia reciente, lejos del rodillo de las mayorías absolutas de antaño. Hasta un voto despistado de la oposición necesitó para sacar adelante su descafeinada reforma laboral. A veces no le apoyan ni sus miembros del Gobierno, y necesita el voto de la oposición para remodelar la ley del "solo sí es sí": he ahí su autocracia.

Nada de esto importa, cuando se trata de convertirlo en un líder norcoreano: el Falcon de Sánchez, como si antes no lo hubieran utilizado otros presidentes de Gobierno e innumerables cargos institucionales. Una demagogia barata que, lamentablemente, ya he visto esgrimir a gente a la que suponía con mayor bagaje intelectual. ¿Los impuestos que pagamos? Para el bolsillo de Sánchez. Hasta el vicepresidente de la Comunidad de Madrid adujo que la ayuda en la factura energética para familias numerosas vulnerables se lo pagaba Sánchez: se ve que le hace un bizum cada mes.

Y así este Gobierno nos está llevando a la ruina, aseguran. No especifican, eso sí, a qué tipo de ruina se refieren: no parece ser la económica, a juzgar por los datos y pese a las circunstancias adversas del contexto internacional. Tal vez piensen en una ruina moral, según su moral, y por eso no lo dicen. Lo importante es que el votante visualice el país en ruinas, como los restos de una antigua civilización, y se espante. Roma saqueada por los bárbaros.

En busca de un perfil algo más institucional, últimamente les ha dado por arremeter con la división de poderes que supuestamente estaría vulnerando el presidente. Nuevamente trato de comprender qué argumento lleva a ese enunciado: es cierto que, en las democracias parlamentarias con sistema de partidos, los tres poderes acostumbran a acabar en manos del mismo partido, lo cual es perfectamente lógico según el principio de la soberanía nacional: el ejecutivo y el judicial son nombrados por la mayoría parlamentaria, que es donde reside el poder soberano del pueblo español. O eso dice esa constitución del 78 de la que se quedan solo con lo que les interesa.

No estaba sin duda en las previsiones de Montesquieu, pero es que en su época no existían los partidos ni las democracias. Acapararon así los tres poderes el PSOE de González como el PP de Aznar o Rajoy; más difícil lo está teniendo Sánchez, porque el PP se le ha amotinado en franca rebeldía con la renovación del Poder Judicial. En busca de una mayor independencia de ese tercer poder, Tamames propuso nombramientos vitalicios, e indefinidos se creen ya los que ahora ocupan esos cargos. Y ya vimos en manos de Trump a qué independencia judicial llevan esos nombramientos a dedo de por vida.

La última moda es declararse por encima de las ideologías. Frente al "sectarismo ideológico" (y dale con la matraca), ellos pretenden no tener ideología. El Papa franciscano le recomienda a Ayuso que "piense en el pueblo por encima de las ideologías" y ella dice que "coincide totalmente", aunque luego se lo pasa por el forro. Feijóo presenta una nueva fundación pepera, Reformismo21, y la defiende como "ajena a la subordinación ideológica" y creada para promover "valores cívicos". Ellos que no querían que en las escuelas se enseñase "Educación para la ciudadanía" porque eso era adoctrinamiento. Alguien debería advertirles que el primero en reclamar que lo suyo no era "ideología" sino "ciencia" fue el marxismo.

Y es que el lenguaje mantiene una compleja relación con la realidad. Sin lenguaje no podemos comprender, representar y comunicar esa realidad, pero el lenguaje no se limita a levantar acta notarial de los hechos: también contiene emociones y expectativas, y a menudo aspira a transformar esa realidad. Si algo trajeron los tiempos modernos, fue todo un nuevo vocabulario político que se proyectaba hacia el futuro, nombrando realidades aún no alcanzadas. Y trajo con ello una batalla dialéctica por fijar definiciones concurrentes. Ahí es donde entra en acción la ideología, a la que nadie es ajeno, aunque no practique el "sectarismo". Los casos más extremos acuñaron una suerte de "neolenguas", como la lengua del Tercer Reich que estudió Klemperer: palabras, expresiones, formas sintácticas que, a base de repetirlas millones de veces, acababan siendo mecánica e inconscientemente adoptadas por las masas (1947). No sé si esto es lo que pretenden nuestros nuevos "desideologizados": hacer pasar por normal y de sentido común lo que solo es su ideología.

La manipulación más obvia en nuestros días la tenemos con la palabra "libertad", y mucho me temo que la izquierda está perdiendo esta guerra semántica fundamental. Acaparada por las derechas, aunque no nos hayan explicado muy bien en qué consiste más allá de tomarte unas cañas (y sospechemos que, como evocaba Patxi López en palabras de Isaiah Berlin, sea "la libertad de los lobos para comerse a las ovejas"), se ha convertido en su gran ariete contra el Gobierno. Y cala exitosamente entre los muchos cuñados que habitan este país y sus tertulias.

Esta semana unos cuantos personajes mediáticos han dado que hablar por sus declaraciones de que antes había más libertad (todos ellos hombres blancos, claro). Tal vez se refieran a que antes se podía fumar en todas partes o conducir sin cinturón de seguridad, no sé. Nuevamente, me pregunto qué libertades ha recortado este Gobierno de coalición: ¿la libertad de pegar a tu mujer o follar sin el consentimiento de la otra parte? ¿La de pagar una miseria a tus trabajadores? ¿La de insultar y apalear a emigrantes, homosexuales o personas trans? Si se refieren a la libertad de expresión, es cierto que aún hay cosas que mejorar: tenemos a raperos, poetas y humoristas en la cárcel mientras en las redes sociales campan a sus anchas neonazis profiriendo amenazas. Y necesitamos aún más mujeres ejerciendo su libertad de expresión en el espacio público.

De entre todos ellos, me preocupó especialmente el cacao mental del intelectual Javier Cercas. Tachó a la izquierda actual de "puritana y regañona" cuando, a su entender, ese era el campo de los conservadores, mientras que la izquierda siempre había sido la ideología del "haz lo que te dé la gana mientras no molestes al vecino". Confunde el escritor la moral católica con el civismo y el respeto. Todos ellos son incapaces de asumir cómo el uso de esa libertad atropellaba la de multitud de vecinos y vecinas invisibilizadas: yo no siento que me regañen ni que haya mermado mi libertad, Cercas, pregúntate por qué tú sí.

Dice Cercas que esta ola neopuritana viene de América. La dictadura woke, ya saben. La dictadura progre, que nos obliga a abortar, hacernos homosexuales y veganos, no nos deja contaminar y encima nos eutanasia. Mientras, lo que de verdad está ocurriendo allí es que, solo está semana, Wyoming se ha convertido en el primer Estado en prohibir la píldora del día después y Texas lanza una propuesta de ley contra quienes "exhiban un género diferente al registrado al nacer" y "violen los estándares de decencia de la comunidad".

La aterradora libertad sin ideología.

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