Hace una semana me despidieron.
No fue algo trágico, supongo; no fue algo trágico, al menos, en ese momento. Recuerdo que era la hora de comer cuando una compañera, la apodaremos Inés, me llamó (ya sabéis cómo van las cosas del teletrabajo). No se lo cogí porque, eso, estaba comiendo. Pero luego le devolví la llamada. Mientras lo hacía, abrí el mail y me encontré un correo con el asunto "Despido de X".
– Lo han hablado los jefes –me decía Inés– y han decidido despedirte.
– Pues vale – respondí.
Fue lo único que dije porque, ya me diréis, qué podía decir. La palabra de los jefes va a misa y, aunque tú no creas en Dios, debes respetarlo. Es lo que hay. Y ya.
Pensé muchas cosas mientras leía la carta de despido y el finiquito. Recuerdo que no me lo creía (o no me lo quería creer), así que fui hasta un locutorio e imprimí los papeles. ¿Por qué? Pues tampoco lo sé. Supongo que porque así, en físico, las cosas se vuelven tangibles. Digeribles, como una bombeta de cocaína.
Mientras volvía del locutorio a casa, serían las tres de la tarde y el sol de marzo recalentaba a sorbos el tendido eléctrico, empecé a pensar. A pensar muchas cosas.
Pensé que mi jefe no me había llamado para comunicarme el despido, sino que había sido Inés. Mi jefe, que me llamaba amigo (tío, otras veces), ni siquiera se dignaba a dar la cara: es más fácil hacerlo a través de un empleado, que para eso cobran.
Luego, pensé en mi casero. No en mí, no, sino en él: en cómo le iba a pagar el alquiler. Empecé a sumar mentalmente las cifras de la cuenta de ahorros y la corriente para calcular durante cuántos meses más podía seguir viviendo en su casa (su, su, su).
Cuando llegué al piso, me puse los cascos (por eso de no escuchar lo que fuese que me quisiese decir mi cabeza) y empecé a empalmar cigarrillos mientras miraba la pared. Una tras otra, las canciones se repetían mientras yo, sintiendo que una tormenta de arena se iba formando en mi mente, memorizaba una a una las muescas del gotelé: aquella, aquella otra de arriba, aquella más de abajo. Hasta que llegó la hora de dormir.
Llegó la hora de dormir porque puedes huir de las cosas, pero no esconderte; porque a todo cerdo le llega su San Martín; porque, en fin, etcétera; y entonces la tormenta llegó: estaba tumbado boca abajo, despierto, y noté cómo nacía un cosquilleo en mi pierna que iba subiendo por mi espalda, fisgando en busca de mi columna, y yo intenté esconderme bajo el edredón, como los niños, pero no lo conseguí.
El Terror estaba ya en todo mi cuerpo y, Dios, apreté con todas mis fuerzas mi cara contra la almohada no para ahogarme, no, sino para dejar de oír, aunque fuese durante un segundo, mi espídica respiración.
Empecé a ser consciente de lo que significaba todo aquello y pensé que mis planes, aquellos planes, habían estallado como un espejo en un parque infantil y mis músculos se tensaron y, joder, mi cabeza no paraba de pensar y empecé a repetirme cosas raras como que todo se había acabado y que era mi fin y que no podía hacer nada, que no quería seguir haciendo nada.
Me acordé entonces de qué no había puesto el despertador, pero me acordé también de que no merecía la pena; me acordé de que yo escribo y por qué no intentar vivir de ello, pero me acordé también de que en esas condiciones no podría escribir ni una carta de despedida.
Fue entonces cuando me levanté, miré al ventilador del techo y, con los ojitos sucios como paluegos, me eché a llorar.
– Ahora qué, ahora qué, ahora qué– me repetía en bucle.
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