Otras miradas

La muerte de Thamus

Pablo Batalla Cueto

Periodista

Pixabay.
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Una fotografía de Pedro Sánchez hablando en un mitin del PSC ante un panel rojo que dice «EN MARXA» puede convertirse, recortada a conveniencia, en la del presidente perorando ante la palabra «MARX». Pocos en su sano juicio creerían que Sánchez ha participado en un homenaje al autor de El capital. Pero atravesamos tiempos cada vez menos caracterizados por el juicio sano. No cuesta imaginarse a la agitprop ultraderechista de nuestros días radiando el recorte por los canales digitales de su propaganda, advirtiendo a sus atolondrados auditorios del dramático avance de la bolchevización de España. Bien podría ser la portada de la segunda edición de Caudillo Sánchez, el último y delirante libro de Rosa Díez.

Siempre se ha mentido con las fotografías; siempre se las ha manipulado; y esa manipulación siempre ha tenido una facilidad particular, mayor que la de un texto embustero, para ser creída. Algo tienen las fotos que nos cuesta más desconfiar de ellas. Algo que puede ser que llevamos miles de años leyendo textos, pero apenas un suspiro viendo fotografías. Y también que no se nos instruye en esa desconfianza. Somos, casi todos, analfabetos audiovisuales, privados del conocimiento de la gramática y los recursos estilísticos del lenguaje de la imagen. Una foto cuenta una historia, y esa historia puede ser de ficción, aunque sea estrictamente real lo contenido por las cuatro rayas de su encuadre. Un encuadre puede cambiarlo todo, como en esos memes en que se ve a los medios de comunicación grabando los destrozos de un vándalo, mientras miles de personas de las que las cámaras se desentienden se manifiestan pacíficamente. Una foto puede hacernos, como decía archiconocidamente Malcolm X, amar al opresor y odiar al oprimido.

Íbamos alfabetizándonos en el idioma fotográfico, pese a todo. Íbamos haciéndonos con esa desconfianza. Pero suele suceder con la tecnología que, cuando tenemos todas las respuestas, cambian súbitamente las preguntas. La inteligencia artificial abre hoy un mundo nuevo de posibilidades manipulatorias que arrollan ya al más pintado. Una foto de Julian Assange enfermo en su celda nos ilustra estos días el grado de refinamiento de esta nueva tecnología que avanza a pasos agigantados: este columnista se enteró tres días después de verla por primera vez que no era una instantánea real, sino una pergeñada mediante IA. El engaño era redondo, perfecto, carente de mácula alguna.

Black Mirror va en nuestros tiempos, como la vanguardia política según Gramsci, un paso por delante de las masas, pero ni uno más. Nuestros tiempos comprimen la distancia temporal de la distopía; son distópicos cada día; hacen realidad los más húmedos sueños de los sátrapas del pasado. Stalin hacía desaparecer a sus purgados de las fotos. Hoy se ha democratizado la damnatio memoriae: en el tiempo del que Orwell no predijo que las cámaras las compraríamos nosotros, tampoco que cualquiera podría acceder a uno de estos programas y pedirle, no que haga desaparecer, sino aparecer a sus enemigos comiendo heces, violando a un niño o cualquier otra aberración. La cosa avanza deprisa, a un ritmo desenfrenado que hace imposible digerir las transformaciones, acomodarse a ellas, gobernarlas. La tecnología nos avasalla y es maravillosa a veces: el nuestro es también el tiempo que ha inventado la nanocirujía. Pero hay un mundo vastísimo de posibilidades inconcebiblemente malignas de estos adelantos de nuestra era con el que cuesta no tener una sensación como de pistola de Chéjov: si aparece en escena algo que puede dispararse, tarde o temprano, necesariamente, se disparará.

Platón pone en escena, en el Fedro, a un faraón, Thamus, que dialoga con un dios creador, Theuth, quien ofrece a aquel sucesivas invenciones: así el número, el cálculo, la geometría, la astronomía, el juego de damas, los dados. Theuth enumera cada vez al monarca las ventajas de sus creaciones, tratando de convencerlo de entregárselas al resto de los egipcios; pero Thamus, prudente, plantea dudas, consciente de que todo adelanto esconde inconvenientes en la letra pequeña de su solo aparente ganga. En un momento dado, Theuth presenta al rey la escritura. «Este conocimiento, oh rey», le dice, «hará más sabios a los egipcios y aumentará su memoria. Pues se ha inventado como un remedio de la sabiduría y la memoria». Pero entonces Thamus replica:

«Oh, Theuth, excelso inventor de artes, [...] como padre que eres de las letras, dijiste por cariño a ellas el efecto contrario al que producen. Pues este invento dará origen en las almas de quienes lo aprendan al olvido, por descuido del cultivo de la memoria, ya que los hombres, por culpa de su confianza en la escritura, serán traídos al recuerdo desde fuera, por unos caracteres ajenos a ellos, no desde dentro, por su propio esfuerzo. [...] Apariencia de sabiduría y no sabiduría verdadera procuras a tus discípulos. Pues habiendo oído hablar de muchas cosas sin instrucción, darán la impresión de conocer muchas cosas, a pesarde ser en su mayoría unos perfectos ignorantes; y serán fastidiosos de tratar, al haberse convertido, en vez de sabios, en hombres con la presunción de serlo».

Incluso una invención tan aparentemente maravillosa de forma inapelable como la escritura tiene desventajas posibles, pero, en nuestros días, no mantenemos este diálogo social acerca de cada nueva posibilidad que el desarrollo tecnológico nos va vomitando encima, sino que la aceptamos acríticamente, convertidos en novólatras de una manera que hubiera sido desconcertante para casi cualquier sociedad del pasado. Innovación, una palabra connotada positivamente en nuestro tiempo, apareció en castellano como sustantivo peyorativo, algo así como un sinónimo de «ocurrencia».

En el caso de la inteligencia artificial, sucede, de hecho, al revés que con la escritura: así como no cuesta nada imaginarle a la cosa una larga lista de usos siniestros, sí mucho trabajo imaginarle más beneficios que un entretenimiento de procrastinador. Un periódico español se ha atrevido ya a llevar una de estas fotos falaces a su portada: en ella aparecen dos enemigos ideológicos del diario que también lo son entre sí, abrazándose sonrientes. Se incluye, por fortuna, el aviso de que se trata de un fake. Pero hablamos del diario que no avisó de que lo eran sus aberrantes infundios sobre los atentados terroristas del 11-M. Cuesta no adivinar, delante de nosotros, una pendiente resbaladiza en la que, en tiempos caníbales de polarización prebélica en los que se vaya aceptando que todo valga contra los enemigos ideológicos, el disclaimer vaya haciéndose más y más pequeño, hasta desaparecer.

Seamos Thamus; seamos, en el límite, otro monarca: el rey Ludd de los luditas, que no destruían telares porque fueran enemigos del progreso, sino que lo eran tan solo de la línea temporal en la que los adelantos de la revolución industrial no liberaban a los hombres de la condena bíblica de ganarse el pan con el sudor de su frente, y en lugar de ello renovaban y agravaban su esclavización. Volvámonos, al menos, escépticos del dios de la novolatría.

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