Otras miradas

La generosidad en tiempos de suma y el espejo de Barcelona

Jordi Molina

Periodista y analista político

La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, intervienen en un acto de SUMAR, a 14 de enero de 2023, en Barcelona, Catalunya (España). Foto: Kike Rincón / Europa Press
La vicepresidenta segunda y ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, y la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, intervienen en un acto de SUMAR, a 14 de enero de 2023, en Barcelona, Catalunya (España). Foto: Kike Rincón / Europa Press

Durante la primera mitad de 2015, en Barcelona, se palpaba una oleada de cambio. Una candidatura nueva, Guanyem, surgida del estallido del 15M e impulsada por activistas sociales como Ada Colau, aspiraba a torcer el brazo a la derecha que gobernaba la ciudad. Las encuestas decían que Xavier Trias, líder de la extinta CiU por aquel entonces, iba a revalidar la alcaldía con una holgada victoria. Algo que podía cambiar si se resolvía la principal incógnita de la ecuación: ¿habría o no confluencia?

Las miradas se centraron en Iniciativa per Catalunya-Verds, el partido heredero del viejo y emblemático PSUC. Los ecosocialistas tenían ya una considerable entrada en el consistorio barcelonés, con 5 ediles, y junto a EUiA, eran los que más tiempo llevaban de política institucional, siempre a la sombra del PSC, hegemónico durante 30 años en la ciudad condal. Los otros actores llamados a confluir no eran otros que Podemos, que hacía un año había irrumpido con fuerza en el tablero político nacional en las europeas de 2014 y Procés Constituent, un movimiento ciudadano con personas de la talla del añorado Arcadi Oliveres, un espacio que en Barcelona se decantó por Colau y no por la CUP, con quién iría de la mano en otros municipios de Cataluña.

Hoy no estamos en 2015. La impugnación sistémica del 15M determinó ese ciclo electoral, pero hay elementos en común en lo que a la construcción de un nuevo sujeto político se refiere. En ese momento en Barcelona, como ahora en Madrid, hubo negociaciones, cálculo partidista, tensión y discrepancias. Incluso hubo un trato injusto hacia ICV, al que se le llegó a tildar de partido cómplice del sistema desde algunos sectores, despreciando su travesía del desierto en los años 80 y 90. Pero siempre reinó una corriente de fondo de ilusión y favorable al acuerdo. Influyeron las relaciones personales. La cultura política basada en la regeneración democrática. Todas las apariciones en medios eran prudentes, positivas. Se puso por delante el respeto y el reconocimiento mutuo. Pese a excepciones contadas, había una especie de entente según la cual había que cabalgar esa corriente de ilusión. Se entendió, en definitiva, que la generosidad no era una opción, sino el camino.

Hubo un nombre propio que operó con una enorme generosidad al que nunca y nadie, o casi nunca y casi nadie, le ha reconocido públicamente su visión táctica, estratégica y, sobre todo, su humildad. El por entonces cabeza de lista de ICV en Barcelona, Ricard Gomá, sencillamente se fue. Explicó que era el momento de entenderse con otras y nuevas izquierdas, movimientos ciudadanos y, pese a que todavía podría haber alargado su carrera política, dio un paso al lado y regreso a la docencia. Desde entonces hasta hoy, no se le conoce declaración u artículo que no haya sido para poner en valor el legado de Barcelona en Comú, el sujeto resultante de toda esa operación de unidad y respeto a la diversidad. Y no es menos relevante que en esa lista electoral de 2015 no hubiese, hasta el puesto 3, un representante de ICV.

El resto del camino ya es conocido por todos. Ada Colau lleva ya dos mandatos como alcaldesa de la ciudad, aspira al tercero, los comunes son un espacio estable y de referencia en la izquierda catalana, y las identidades que conviven en esa realidad han quedado en un segundo plano. De ahí que estos días de resaca tras la ilusionante puesta de largo de Yolanda Díaz, se haya mencionado esa experiencia como ejemplo de una confluencia, la de Sumar y Podemos, que necesita, por el momento, altas dosis de generosidad, humildad y permitir de una vez por todas que la ilusión se imponga a las especulaciones diarias sobre si habrá, o no, el deseado momento del acuerdo.

Una de las lecciones de Barcelona, y seguramente ICV fue el primero en entenderlo, fue que los partidos no se pueden permitir el lujo de creerse un fin en sí mismos. Son un instrumento. Algo básico para la izquierda a la izquierda del PSOE, que cada lustro le toca reinventarse para reconectar con todas las sensibilidades que en un momento u otro se quedan en el camino. Le tocó entenderlo al PCE a mediados de los 80, a IU hace una década, le toca hoy a Podemos y probablemente le tocará en unos años a Sumar. Ante la amenaza de un gobierno profundamente conservador y con la extrema derecha mostrando los dientes, no debería caber ninguna otra actitud que no sea la de dejar a un lado las diferencias estratégicas, las siglas y los personalismos para poner el foco en ganar "la próxima década", como dice Yolanda Díaz.

La generosidad, sin embargo, no puede ser unidireccional. La generosidad, una de las cualidades más importantes en la vida y más anecdóticas en política, debe ser multilateral. De arriba hacia abajo y viceversa. Y si alguna fuerza política en este país merece generosidad esa es, sin duda, Podemos. Nunca antes se habían difamado, perseguido y dedicado recursos públicos para derribar a adversarios políticos y nunca antes una fuerza de izquierdas había llegado tan lejos. La generosidad es tremendamente contagiosa cuando se ejerce de forma honesta, y tanto la dirección del partido morado y muy especialmente su militancia, merecen un reconocimiento por lo logrado y por lo sufrido. Y ahí hay, todavía, margen por explorar tanto por parte de Sumar como por parte de todos los actores que ya confluyen bajo ese paraguas.

El domingo de Magariños tuve la sensación que, si de pronto, hubiese aparecido en el escenario Ione Belarra o Irene Montero, o sencillamente si se las hubiera mencionado, se hubiera venido abajo el estadio en una explosión de éxtasis. La inmensa mayoría de la gente progresista de este país desea ese momento en el que distintas tradiciones políticas, desde las viejas comunistas, pasando por las generaciones que se politizaron al calor del 15M, los nacionalismos periféricos progresistas, los ecologistas, las feministas o las nuevas izquierdas se fundan en un abrazo. Ese momento llegará, sí o sí. Y para ello, antes es imprescindible que todos los que tienen responsabilidades piensen en la emoción que despertaría ese acuerdo entre la gente común y el temor en los de arriba. Esa ilusión de la gente que no tiene más patrimonio que lo público debe ser el vector de movilización por delante de los cálculos legítimos de cada espacio. En Barcelona se logró y el resultado demuestra que valió la pena.

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