"Llevo ocho años hablando casi todas las semanas de sexismo con jóvenes en centros escolares de Reino Unido. Pero, de repente, en los dos últimos años, las respuestas de los chicos empezaron a cambiar. Se los notaba cabreados, reticentes a la mera idea de hablar de sexismo. Me decían que los hombres eran las auténticas víctimas de una sociedad en la que la corrección política se había salido de madre, en la que se oprime a los hombres blancos y en la que muchísimas mujeres mienten sobre haber sido víctimas de una violación. Empecé a oír los mismos argumentos en distintos centros escolares... Se me puso la piel de gallina cuando caí en la cuenta de que aquellos chicos, que no se conocían entre sí, usaban exactamente las mismas palabras y citaban las mismas estadísticas para respaldar sus afirmaciones". A mí también se me puso la piel de gallina cuando leí este relato de la feminista británica Laura Bates casi al principio de su libro "Los hombres que odian a las mujeres". Vi reflejado con exactitud lo que yo mismo he vivido en estos últimos años cuando en centros de secundaria, e incluso en la Facultad, he abordado con chicos y chicas jóvenes la desigualdad, el machismo o la violencia de género. Cualquiera que se mueva en esos espacios ha podido constatar cómo está penetrando especialmente en ellos un discurso reactivo frente al feminismo, que es alimentado y amparado en las redes sociales y que conecta, a su vez, con buena parte del programa político que defienden grupos de extrema derecha en todo el mundo. El demoledor libro de Bates analiza cómo en los espacios virtuales se han ido creando una serie de comunidades de hombres que se sienten agraviados y que entienden que el feminismo es una amenaza para su estatus. A través de estos espacios, liderados por una especie de gurús que no dejan de lanzar mensajes sin el más mínimo rigor científico o estadístico, muchos hombres aislados y cabreados encuentran una red que les ofrece un fácil reconocimiento y que legitima su odio como una cuestión colectiva. Se abrazan pues a una suerte de fe construida sobre unas creencias que fomentan el desprecio hacia las mujeres y la percepción del feminismo como la mayor amenaza para el régimen que algunos todavía sueñan como falocrático.
De la misma manera que el patriarcado no ha dejado de reinventarse y readaptarse a lo largo de los siglos, y así comprobamos cómo ahora lo hace de la mano de un neoliberalismo que exalta la libertad y los deseos individuales, también lo hace uno de sus ingredientes esenciales, la misoginia, la cual siempre ha sido el marco intelectual que ha servido de amparo a una cultura androcéntrica y machista. Una cultura desde la que hemos definido los saberes, el conocimiento y las subjetividades. En este sentido, la imprescindible Breve historia de la misoginia, de Anna Caballé, requeriría en estos tiempos un anexo en el cual analizar cómo las tecnologías, el capitalismo de pantallas y el clima de incertidumbres que vivimos se han aliado para sostener un nuevo capítulo de esa cultura que deshumaniza a las mujeres y que convierte a los hombres en víctimas. Ese terrorífico mundo de odio a las mujeres es el que Bates pone al descubierto en unas páginas que vienen a demostrarnos la necesidad de que concibamos la masculinidad como un problema político. Esa virilidad que las comunidades reactivas de varones intentan proteger y amparar en las redes, y que paradójicamente es la auténtica amenaza para los varones que andamos tan desubicados en el siglo XXI. Una amenaza por tanto que procede no de las mujeres, ni de los migrantes, ni de grupos étnicos diversos, ni de otros cuerpos disidentes, sino que hunde sus raíces en un mandato de género que nos remite al dominio y, en paralelo, a la permanente disponibilidad de las mujeres para satisfacer nuestros deseos y necesidades. De ahí la justificación de cualquier agresión, como las sexuales, o de cualquier vía de servidumbre, como la prostitución, solo media el paso de tantos varones a las que no les gustan las mujeres en cuanto personas.
El gran problema es que seguimos concibiendo esta suerte de "subculturas misóginas on line" como si fueran hechos aislados, cuando deberíamos analizarlas e interpretarlas en un contexto mucho más amplio de vínculos emocionales, intelectuales y políticos. Una intrincada madeja de conexiones que se retroalimentan y que tienen la peligrosa virtualidad de generar adeptos entre quienes se hallan a la deriva, sin ser conscientes de que el principal problema no asumido tiene que ver con el hombre machote que llevan dentro. Como bien analiza Laura Bates, estamos ante una cadena de comunidades -desde la de los incel, que es una de las más violentas, hasta la de quienes se dedican a aconsejar cómo conquistar a las mujeres, pasando por las que se posicionan frente a leyes que benefician a las mujeres y que convierten a todos los hombres en culpables-, legitimadas en muchos casos desde el ámbito académico y también por los mismos medios de comunicación, además de por supuesto por partidos y líderes políticos, que están incidiendo en las conciencias y que están poniendo singulares trabas a las todavía necesarias luchas por la igualdad. Todo ello además con el respaldo de una "sacrosanta" libertad de expresión de la que parecen desconocerse sus límites, de unas plataformas que parecen vivir al margen del Estado de Derecho, y del silencio cómplice de tantos varones que piensan, aunque no lo digan, que esto del feminismo está ya pasándose del castaño al oscuro.
La ideología de la machosfera, que a su vez con frecuencia vemos respaldada por profesores universitarios o por columnistas que incluso parecen responder a una especie de contracultura provocadora, penetra sin pausa en las capas más vulnerables de la sociedad y contribuye a que, cual Penélope, se vaya deshaciendo lo que las leyes o determinadas políticas públicas tratan de poner en pie. De ahí la urgencia de un análisis omnicomprensivo de estas nuevas fratrías virtuales, que vendrían a ser una reedición de los clásicos pactos de caballeros, y de su conexión con realidades tan dramáticas como la violencias sexuales o, en general, los malos tratos que sufren las mujeres en ámbitos donde muchos hombres entienden que ellas están usurpando lo que a nosotros nos pertenecería por el mero de hecho de haber nacido con un pene entre las piernas. En este sentido, deberíamos empezar por reconocer la existencia de un extremismo misógino que genera violencia - ¿sería posible incluso hablar de terrorismo? -, y por tanto víctimas, y que hoy por hoy es uno de los principales problemas a los que nos enfrentamos en las sociedades democráticas avanzadas, pese a que pase desapercibido para las autoridades encargadas de luchar contra los extremismos. Unas sociedades en las que continúa sin ser parte troncal del currículo educativo de los jóvenes la educación en igualdad, para la no violencia y para el desarrollo de una afectiva y sexualidad en la que consigamos desterrar de una vez por todas al sujeto depredador que el orden masculino alimenta y justifica. En las que sigue siendo una tarea pendiente superar el miedo de tantos hombres a la igualdad, justamente los que todavía hoy no son conscientes de la jaula de la virilidad en la que viven encerrados. Unos hombres, al fin, como diría bell hooks, curados de hombría gracias al feminismo, esa doctrina que nada tiene que ver con la "equidad asesina" de la que habla el psicólogo Jordan Petersen. Un trabajo urgente cuya responsabilidad debería ser cosa nuestra, de los hombres que, tal vez sin haberlo reflexionado, odiamos a los hombres que odian a las mujeres.
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