Acabamos de saber que la Junta de Andalucía ha pedido a la Configuración Hidrográfica del Guadalquivir que abra las compuertas de un embalse para que el río Guadiamar, actualmente convertido en un lecho seco y pedregoso, tenga caudal los días en que pasen por él las hermandades que se dirigen al Rocío. La idea es recuperar la imagen bucólica de caballos y carretas cruzando el agua y permitir que los nuevos peregrinos realicen la tradicional ceremonia de bautizarse simbólicamente en ese vado. El agua procedería de un embalse que aún mantiene cierta capacidad y en el que se almacena agua destinada a los agricultores de la zona.
¿Es razonable desembalsar agua de riego para que un grupo de peregrinos pueda hacerse fotos cruzando un río seco como si no lo estuviera? ¿Merece la pena destinar el agua guardada para regar a que unos peregrinos mantengan su rito de bautizo festivo cuando estamos en mitad de una sequía desoladora? Posiblemente no. Sin embargo, cuando de lo que se trata es de la mayor romería de Andalucía y, sobre todo, cuando estamos a menos de un mes de unas elecciones trascendentes la decisión puede ser diferente. Y esta vez no se trata de la tiranía del turismo sino de que quedan pocas semanas para unas elecciones locales en las que todos esos rocieros desencantados por la pérdida estética durante el camino podrán votar.
La democracia electoral no es el mejor sistema posible, sino el único factible en estos momentos. No es imaginable un sistema político legítimo que no pivote sobre la elección popular de los gobernantes. Pese a ello, la constante exposición al voto en sucesivas convocatorias de todo ámbito introduce graves distorsiones en la gestión pública. Los políticos, cuyos partidos tienen siempre algún proceso electoral a la vista, carecen de valentía a la hora de gestionar el bien común. Su horizonte se reduce a los resultados perceptibles en el corto plazo y que puedan ser inmediatamente presentados en público. Y la falta de visión la compensan con gestos populistas.
Además la sociedad del espectáculo es volátil. Las encuestas cambian tan rápido que las elecciones no reflejan ya tanto la voluntad del pueblo como -a lo sumo- su cambiante estado de opinión en la semana previa ellas. Así, un gesto espectacular o un detalle suficientemente apreciado por los electores determina con frecuencia el futuro de un alcalde o un partido. Nuestros cargos públicos viven permanentemente a la búsqueda de ese gesto capaz de despertar la simpatía del votante e inclinar la balanza a su favor.
Para el político electoral lo más importante es mantenerse en el poder o llegar a él. Ese objetivo se superpone a cualquier otro porque es condición previa para poder ejercer sus políticas. De ese modo, en la ponderación estratégica que realizan a la búsqueda del impacto mediático, cualquier sacrificio resulta asumible si permite acceder al poder. Incluso el sacrificio de lo más importante o sagrado que tengamos. Sólo así se entienden el derroche de agua por una romería o la ley que va a secar definitivamente el parque de Doñana.
Porque si el Gobierno andaluz del Partido Popular con el apoyo de Vox insiste en sacar adelante la norma que ampliará unos regadíos insostenibles alrededor del parque nacional más importante y frágil de España es porque les dará un puñado de votos suficiente para ganar algunos ayuntamientos y la Diputación de Huelva. Un objetivo miserable en apariencia, si supone acabar con el mayor tesoro natural del sur de Europa. Pero los asesores del Presidente Moreno Bonilla ya lo han convencido de que "por ahora vamos a ganar en esos ayuntamientos y para Doñana ya buscaremos una solución".
El desembalse de agua de riego para embellecer una romería en plena sequía responde al mismo razonamiento. La Junta de Andalucía lo pide públicamente buscando el favor de decenas de miles de rocieros. En mitad de la mayor crisis ambiental que se recuerde y cuando lleva meses y meses sin llover significativamente, lo importante no es gestionar la sequía sino construirse una determinada imagen que les traiga un puñado de votos adicionales.
No es cuestión de un solo partido, sino que se trata de mecanismos sistémicos de los que casi ninguno puede evadirse. Si al final el gobierno central, a través de la Conferencia Hidrográfica, acepta soltar el agua para un propósito tan banal, el mérito se lo atribuirá quién lo pidió. Pero si opta por frenar el dislate también lo hará por mero cálculo electoral: el PSOE intentará sacar réditos de su nuevo papel de defensor del medio ambiente. Tal y como ha hecho cuando la ministra del ramo ha adoptado una línea firme y ecológica en el asunto de Doñana, ignorando décadas de maltrato a ese parque por parte de los gobiernos socialistas andaluces.
Este modelo electoralista es nefasto en muchas áreas, pero resulta especialmente criminal en las que necesitan de planificación y visión a largo plazo, especialmente las relacionadas con el cambio climático. Llevamos décadas oyendo hablar del riesgo de que suba la temperatura y nuestra tierra se convierta en un desierto ahora ese riesgo se ha convertido en una realidad presente. Se secan nuestros campos, falta agua para regar y beber y desaparece la biodiversidad de nuestros parajes naturales. Las soluciones son conocidas, pero las medidas susceptibles de evitar esta tragedia son impopulares y tardan décadas en dar resultados visibles que puedan venderse en unas elecciones. Así que no compensa y nadie se lanza a hacerlo.
Cuando el mundo entero mira asustado a nuestros campos de cereal ahora baldíos y a los terrenos secos donde antes crecía arroz, algodón o fruta aquí usamos el agua de riego para inundar un río seco y que unos señores a caballo y en carreta puedan hacerse fotos vadeándolo. El mundo se seca mientras nuestros gobiernos tocan las palmas y derrochan agua, porque estamos en elecciones.
Es terrible e indignante, pero no nos engañemos. La culpa, en última instancia, no de los mediocres que nos mandan, sino de nosotros mismos. De una sociedad más preocupada por su felicidad inmediata que por el bien de la tierra. Los irresponsables somos todos.
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