El 26 de febrero del 2006 en un partido de liga que enfrentaba al Zaragoza y al Barcelona en la Romareda, ante los gritos racistas del público que la afición local dirigió a Samuel Eto'o, entonces jugador del equipo catalán, este amenazó con irse. Ronaldinho, su compañero, aseguró que él también se habría ido. Álvaro, defensa brasileño, entonces perteneciente al Zaragoza, igualmente apoyó públicamente al jugador del Barça. Sin embargo, en los corrillos futboleros e incluso entre no pocos opinadores profesionales se decía que esos, como otros insultos, son habituales en todos los campos y que el profesional debe saber aguantarlos. Sobre todo, si está tan bien pagado como lo estaba el barcelonista. También se decía que Eto'o tenía ya un largo historial como provocador y que, por lo tanto, su amenaza de abandonar el campo no tenía ningún valor. Otros incluso aseguraron que, como no se fue, su gesto quedó en eso, en mero gesto, sin eficacia de ninguna clase. También llegué a leer que la amenaza de irse fue una artimaña utilizada por el nigeriano para romper el partido. Y alguno incluso escribió que, en realidad, el gesto fue producto de la desesperación del jugador por su mal juego. Casi 20 años después seguimos sin saber ni poder afrontar ese racismo que mana de las gradas de los estadios de fútbol, al menos los españoles. Vinicius nos ha colocado, otra vez, frente a nuestras miserias
La economía y cultura occidentales no pueden entenderse al margen de las relaciones que desde el siglo XV Europa entabló con África. A las primeras incursiones para obtener materias primas pronto sucedieron otras, más lucrativas, destinadas a capturar esclavos. Muchas de las grandes fortunas europeas se forjaron gracias a ese negocio. Para que esa práctica pudiera aceptarse era necesario que los esclavos no fueran considerados humanos. El Padre Bartolomé de las Casas, que tanto empeño puso en defender a los indígenas americanos, propuso sustituirlos por los negros de África porque éstos no tenían alma ni podían considerarse humanos. Con la llegada de la Ilustración la opinión de los grandes pensadores europeos no cambió mucho. Hume consideraba que "los negros son por naturaleza inferiores a los blancos", Kant atribuía al color de la piel la evidencia de la capacidad de raciocinio, Hegel consideraba que el africano carecía de razón y, por lo tanto, de ética o moralidad y en Marx encontramos un profundo y sospechoso silencio al hablar de los nativos de ultramar. Dicen algunos intelectuales africanos contemporáneos que Europa sólo pudo concebir sus Luces, su Razón y su Humanismo proyectando en África y en los negros la irracionalidad, el salvajismo y la oscuridad. Sólo frente a ese otro pudo Europa autoinstituirse tal y como la conocemos.
El racismo y la xenofobia no sólo están depositados en los cimientos de nuestra civilización. También forman parte del metabolismo de nuestras instituciones. En la misma época, ciertos pensadores reformularon el sentido de la historia al dejar de entenderla en términos de luchas dinásticas, como proponían los antiguos, y pasar a considerar que es la guerra entre "razas" o culturas diferentes la que constituye su trama. En el siglo XIX este impulso desembocó en la propuesta de que la acción de Estado debía encargarse de la integridad y pureza de la raza, entendida ahora en términos no culturales o étnicos sino radicalmente biológicos.
Ya en el siglo XX, con los nuevos organismos estatales creados por los tratados de paz que pusieron fin a la Primera Guerra Mundial un 30% de las poblaciones "nacionales" se convirtieron en minorías que fueron tuteladas por distintos tratados internacionales. Más tarde las leyes alemanas y la Guerra Civil española crearon más cantidad de población problemática. La solución que poco a poco fue extendiéndose por Europa fue la desnacionalización de tales ciudadanos. Francia abrió el camino en 1915 desnacionalizando ciudadanos de origen enemigo, Bélgica hizo lo propio en 1922 para castigar a quienes habían cometido delitos antinacionales, en 1933 le tocó el turno a Austria y en 1935 Alemania siguió el mismo camino. Como es bien sabido, en la Alemania nazi el tratamiento de esos otros tan molestos siguió una lógica implacablemente moderna. Se definió un "derecho de sangre" que permitió distinguir claramente a los amigos de los enemigos y orientó hacia unos y otros, respectivamente, el poder de hacer morir y el de hacer vivir utilizando los medios que las ciencias y técnicas pusieron a su disposición. Para justificar tal acción se acudió al lenguaje médico y a la ya popular idea de la "higiene social". Así, el 5 de noviembre de 1941 Goebbels aseguró en un artículo de prensa que la idea de que los judíos llevaran el distintivo de la Estrella de David era "higiénica y profiláctica". Además, el aislamiento de los judíos en una comunidad racial pura -escribió también- era "una norma elemental de higiene racial, social y nacional".
También resultó de suma utilidad la burocracia, ese estilo de organización tan impersonal y eficaz que tan capaz es de gestionar la asistencia social como la "Solución Final". En efecto, el Holocausto, el asesinato sistemático de seis millones de personas en unos pocos años, fue un asunto típica y paradigmáticamente moderno, gestionado impersonal, racional y eficazmente por ese logro de nuestra civilización que es la Burocracia. Y no fueron psicópatas quienes realizaron ese trabajo. Eran eficientes y disciplinados funcionarios habituados a la impersonalización y a la obediencia jerárquica en cuyas conciencias no podía brotar conmoción moral ninguna. Además, los funcionarios no fueron seleccionados especialmente para la ocasión. Hoy pasarían cualquier test psiquiátrico o psicológico.
El campo de concentración es paradigmático de la modernidad desde otro punto de vista. Los especialistas no tienen claro si fue un invento español de 1896 que se aplicó por primera vez en Cuba para reprimir la sublevación de la colonia, o si fueron los ingleses quienes lo inventaron, ya a principios de este siglo, contra los boers. En cualquier caso, es sabido que fue en la Alemania nazi donde su existencia adquirió mayor notoriedad. Según los relatos de los supervivientes había un tipo de individuo, denominado "musulmán" por los judíos, que ejemplificaba bastante bien esta lógica biopolítica. Se caracterizaba por haber perdido toda su humanidad (el habla, el juicio, etc.). Con su deambular autista el "musulmán" de los campos alemanes está aún vivo, pero su vida ha sido privada de todo rasgo humano. Es por lo tanto un no-humano viviente.
En la segunda mitad del siglo XX, después del exterminio judío llevado a cabo por el nazismo alemán y coincidiendo con la liberación de las antiguas colonias, el mundo occidental meditó profundamente sobre sus relaciones con los otros. Esa autocrítica fue calando, poco a poco, en la sociedad y ha dado lugar a análisis como los expuestos en los párrafos anteriores. No sólo eso, las leyes antirracistas que hay en gran parte de los países occidentales derivan también de esa posición autocrítica. Sin embargo, el caso de Eto'o hace 17 años y el de Vinicius hace unos días demuestran que nuestro pasado es una pesada losa que resulta complicado quitarse de encima.
Cuando Eto'o amenazó con marcharse del campo de fútbol del Real Zaragoza nos mostró que la voluntad antirracista exhibida por Occidente había sido sólo superficial. El pasado domingo, casi 20 años después, Vinicius lo ha confirmado. Esta parte de Europa, al menos en relación al binomio que forman el fútbol y el racismo, parece irreformable. ¡Qué asco!
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