La victoria de la derecha en las elecciones municipales y autonómicas celebradas el pasado domingo certifican que estamos ante el fin de un ciclo político. Un ciclo que acabará de rematar las elecciones generales adelantadas al 23 de julio en esta, quizás la última, jugada al todo o nada del todavía presidente Pedro Sánchez y su equipo. Un ciclo en el que, por primera vez en muchas partes, la izquierda más allá del PSOE ha tocado poder, ha gestionado y ha llegado más lejos que nunca.
Llegan nuevos gobiernos a las autonomías y posiblemente a la Moncloa, que pretenderá hacer creer que hace borrón y cuenta nueva, que elimina de un plumazo lo anterior, como pasa cada vez que viene un nuevo gestor, y al final, tan solo acaba pintando un poco la fachada. Las izquierdas lo saben bien, pues la lista de incumplimientos del gobierno de coalición es bien larga, y quizás en parte por eso se explique la deserción de una gran parte de su electorado. La derecha toca cosas, pero no se acaba de atrever en muchas otras. Mete mano a lo público, pero prefiere no levantar polvareda en otros asuntos, todavía presos de ese supuesto consenso progresista, esa ‘dictadura de lo políticamente correcto’ que algunos dicen haber venido a derribar y que es todavía hoy un blindaje resistente, por mucho que nos quieran convencer de que la juventud es reaccionaria.
El saqueo habitual de la derecha y el todavía más debilitamiento de lo público, convirtiendo los derechos en negocios, va a provocar daños irreparables en los más vulnerables. Una sanidad pública cada vez más precaria, una educación que dejará a muchos atrás, y unas políticas sociales darwinistas que acelerarán la imparable segregación clasista va a tener efectos todavía más devastadores en la clase trabajadora, y eso es innegable.
Al proyecto neoliberal, del que forma parte también la socialdemocracia, hay que sumarle un nuevo actor legitimado por ellos mismos que es la extrema derecha, que no solo existe y enturbia el debate, sino que toca poder y gobierna. Vienen a destrozar lo poco que queda del llamado Estado del Bienestar y van a intentar quitar más derechos a los más vulnerables. Para eso ha venido: para mantener el statu quo y los privilegios de los de siempre, dejando hacer a los mayores (PP) y segando la hierba por abajo. El matonismo fascista de siempre.
La ola reaccionaria y su batalla cultural es global, y su cruzada contra los consensos construidos durante años en materia de derechos está llegando incluso a convencer a una parte de la izquierda, que a menudo usa los mismos marcos, el mismo lenguaje y los mismos memes que la extrema derecha. Ese es su mayor logro. Vox ha entrado en muchos ayuntamientos, se consolida en otros, es llave para muchos gobiernos autonómicos y cuenta ya con una coraza que ha parado las flechas: a sus votantes se la suda que una de sus candidatas haya sido detenida por traficar con drogas en Parla, les han votado más. Y que el candidato para la Generalitat Valenciana fuese un ex Fuerza Nueva condenado por violencia machista. Pecata minuta. Al menos no dicen ‘niñes’ ni van de la mano de la ETA.
Tenemos la memoria muy corta, y quizás deberíamos recordar de dónde venimos para entender qué ciclo dejamos atrás y qué y sobre qué nos va a tocar construir. La llegada de una nueva izquierda a las instituciones hace diez años no fue fruto única y exclusivamente de la habilidad de sus impulsores, sino de un conjunto de factores que lo hicieron posible. El desgaste de los dos grandes partidos ante la corrupción y la gestión de la crisis económica que precarizó todavía más a la clase trabajadora sembraron un malestar creciente en la población que la izquierda supo canalizar bien a través de movimientos sociales, huelgas generales, presión en las calles y buenas campañas de comunicación poniendo sus temas en el centro: vivienda, sanidad, educación, futuro, frente a una ‘casta’ que se negaba a tocar los privilegios de los de siempre y que la crisis ni despeinaba.
Hay que recordar que entonces, los propietarios de los medios y muchos de los presentadores eran exactamente los mismos de hoy. Su discurso era el mismo y su antipatía y miedo a las izquierdas, también. La sombra de ETA era todavía más reciente, y ni siquiera había la cantidad de medios de comunicación de izquierdas o progresistas que hay ahora. Ni tantas redes sociales. Eso sí, las calles estaban llenas todas las semanas por unas u otras causas, y la extrema derecha de hoy estaba todavía contenida en el PP.
Albiol ya existía y ganaba con sus promesas de limpiar Badalona con fotos de gitanos rumanos rebuscando en la basura; la ultraderechista PxC había conseguido 67 concejales en Catalunya con un discurso contra las personas migrantes y musulmanas; y en València llevábamos ya veinte años de hegemonía del PP, que ganaba reiteradamente a pesar de los numerosos escándalos de corrupción; y por si fuera poco, teníamos varios concejales neonazis en algunos pueblos y violencia fascista cada semana.
Y cuando todo esto se difuminó en pocos años y llegó la izquierda, algunos sabíamos que esto no sería más que una tregua en la que tocaba aprovechar las posibilidades que presentaba sembrar pero que debía servir para rearmarse para un futuro. Para el que justo acaba de llegar. Esto lo han entendido y lo han llevado a la práctica numerosos movimientos sociales en todo el país, que han aprovechado el viento para remar y se han instalado en sus barrios para quedarse, esté quien esté en las instituciones. También han surgido nuevos, nuevas generaciones descontentas con la cada vez menos incidencia de las izquierdas institucionales en la mejora de la vida de la clase trabajadora, y que han iniciado un proceso de ruptura política y generacional con quienes llegaron con la marea del ciclo anterior.
Lo que nos aterra y nos parece una aberración, tiene, sin embargo, múltiples puntos débiles, y tendrá muchos más conforme les toque gestionar. Con el gobierno PP-VOX de Castilla y León hemos visto una avanzadilla de lo que puede pasar: la derecha de toda la vida, el PP, ha venido a gestionar, a repartirse el pastel, como ha hecho siempre. Y los enfants terribles de Vox no son más que el mal menor que tienen que aguantar para contentar a sus cuñados. Les dejaran ladrar, pero no morder. Es la derecha cobarde de siempre.
Hay que buscar el equilibrio entre asumir la gravedad del asunto y huir de relatos apocalípticos que promuevan la apatía, el nihilismo y la rendición. Este marco es precisamente el que pretende instalar la derecha en la izquierda, y aunque nos salga estos días como desahogo, no puede recluirnos en el armario, no podemos avergonzarnos de nuestras ideas ni renunciar a lo conseguido, ni mucho menos a lo soñado. Y no hablo solo de las instituciones ni de sus gestores, sino en todo el amplio espectro de la izquierda, también en la que esta vez ni siquiera ha votado, pero sigue trabajando en sus barrios y en sus movimientos sociales como ha hecho siempre.
A algunos les va a tocar bajar a la calle por primera vez y descubrir un mundo que ya existía mucho antes de que esa nueva izquierda universitaria llegase a las instituciones. A otros les va a tocar dejar de vivir de ello y decidir si, una vez se acabó el curro, se acabó la militancia. Y a otros les va a tocar asumir que, si quieren de verdad construir al margen de los partidos y las instituciones, deben ser capaces, además de destruir lo viejo, de construir una alternativa real que tenga efectos en la mejora de la vida de las personas, también a corto plazo.
El derrotismo y las distopías siempre son reaccionarias. Lo expliqué en un artículo en el que reivindicaba escribir mejores futuros, lo dijo estos días también Ken Loach ante el estreno de su última película, y es el mantra que conduce el hilo del último disco de Los Chikos del Maíz. Hay futuro. A pesar de todo. Hay que dejar de llorar ya y ponerse a trabajar.
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