Aunque así lo afirmen con frecuencia algunos historiadores no es cierto que el llamado Estado del Bienestar sea la respuesta de las sociedades capitalistas a la revolución rusa de 1917. Las bases del Estado social europeo se encuentran, con anterioridad a la revolución soviética, en la contradicción existente en las sociedades industriales entre el ideal de una sociedad democrática de iguales y su desmentido fáctico por la penuria de la condición obrera, una contradicción que fue definida por los primeros sociólogos como la cuestión social. El desarrollo de la revolución industrial en el siglo XIX vino acompañado de formas inéditas de explotación y de miseria, es decir, se produjeron importantes antagonismos sociales que desembocaron en insurrecciones y duros enfrentamientos entre los propietarios de los medios de producción y los proletarios que solo contaban con su fuerza de trabajo para subsistir.
Karl Marx y Friedrich Engels en el Manifiesto comunista, un texto escrito unos meses antes de que estallasen en toda Europa las revoluciones de 1848, descubrían que en la base misma del desarrollo del capitalismo industrial se escondía la lógica de la extensión de la proletarización, sintetizada por algunos seguidores de Marx en la ley de bronce de los salarios, así como la tendencia a la concentración del capital en unas pocas manos, de modo que las transformaciones del capitalismo, al mismo tiempo que ahondaban las desigualdades sociales, anunciaban las condiciones de su propia destrucción. Hubo, sin embargo, que esperar a la Comuna de París, es decir, al primer Gobierno de los trabajadores de la historia occidental, para que toda una serie de colectivos y elites intelectuales planteasen de forma abierta la necesidad de conformar alternativas pacíficas, reformistas, a las formas capitalistas de explotación.
Génesis del reformismo
Tras la Comuna de París los socialistas de cátedra alemanes, reunidos en torno a la Asociación para la política social creada por Gustav Schmoller y otros sociólogos universitarios, entre los que se encontraba Max Weber, plantearon la necesidad de institucionalizar desde los poderes del Estado políticas de protección social de los trabajadores, es decir, medidas relativas a los accidentes de trabajo, la enfermedad, el paro, el nivel de los salarios, la vivienda, la vejez... Se iniciaba así la larga saga de la legislación social europea que ha marcado en profundidad la historia contemporánea.
Muy pronto en Inglaterra los miembros de la Sociedad Fabiana, inspirándose en las demandas de los cartistas, reclamaron la incorporación de los trabajadores a las instituciones del Estado y a la acción parlamentaria. En Francia fueron algunos socialistas formados en la Escuela Normal Superior, como Jean Jaurès y Albert Thomas, pero también sociólogos vinculados al círculo de Émile Durkheim en torno a la revista L’Année sociologique, quienes promovieron medidas de redistribución de la riqueza mediante la presión fiscal ejercida por el Estado. El propio Émile Durkheim fue un decidido defensor de los impuestos sobre la trasmisión de herencias de las familias ricas con el fin de desarrollar la igualdad de oportunidades entre las generaciones de las distintas clases sociales.
En España actuaron también en esta misma dirección los llamados reformadores sociales de la Escuela de Oviedo que pusieron en marcha la Comisión de Reformas Sociales y más tarde el Instituto del Trabajo en el que participaron algunos destacados socialistas, como Francisco Largo Caballero. Anticipaban con sus actividades de solidaridad, y sus medidas de integración de las clases trabajadoras más explotadas, un proceso de modernización anclado en la justicia que fue sumido por la conjunción republicano-socialista en la España de la Restauración, y más tarde por la Segunda República, hasta que se produjo el golpe militar que desencadenó la guerra civil.
Frente a la lucha de clases, entendida como guerra social, frente a la revolución violenta promovida por el marxismo-leninismo, las reformistas de toda Europa, incluidos los revisionistas del marxismo, se definieron a la vez contra el capitalismo manchesteriano, anclado en una metafísica del homo oeconomicus, es decir, en la naturalización de la propiedad privada, y contra el comunismo, contra la propiedad colectiva. Y para ello propusieron abrir la vía a medidas políticas reformistas ancladas en la propiedad social garantizada por el Estado social. Era preciso prestar apoyo a las clases trabajadoras, las clases más pobres de la sociedad, a pesar de que su trabajo es la principal fuente productora de la riqueza. Superar las condiciones de miseria y de degradación social era un imperativo constitucional pues la democracia reposa en los principios de solidaridad y de justicia. El Estado abandonaba al fin las viejas funciones conservadoras, dejaba de ser el guardián de la propiedad privada de las clases que nadaban en la abundancia, a la vez que se desmarcaba del peligro totalitario, propio de los sistemas comunistas y fascistas, que siempre precisan de la guía de un gran timonel que pretende eternizarse en el puesto de mando.
La edad de oro del Estado social
La edad de oro del Estado social se produjo en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo XX gracias al impulso de la economía keynesiana centrada en la lucha contra el desempleo. Un primer momento se produjo durante la Segunda Guerra Mundial, con el Informe Beveridge, que data de 1942, en el que se proponían políticas de lucha activa para derrotar a los cinco gigantes que asolan a la humanidad: el hambre, el desempleo, la enfermedad, el analfabetismo, la indigencia. Pero fue sobre todo tras el final de la segunda guerra mundial cuando se produjo el triunfo del Partido Laborista liderado por Clement Attlee, que fue elegido primer ministro entre 1945 y 1951. Fue el Partido Laborista, heredero de la tradición fabiana, quien relanzó el despliegue del Estado social en una época que reflejó muy bien Ken Loach en su bella película El espíritu del 45.
En la Europa libre que derrotó al fascismo, en la Europa que creció a la sombra del Estado social y del socialismo democrático, funcionó el llamado ascensor social que facilitó la promoción de los hijos del trabajo y la formación de sociedades relativamente integradas en torno a las clases medias. Países nórdicos, como la Suecia de Olof Palme, en donde gobernaron los partidos socialdemócratas con sus políticas imaginativas de redistribución, fueron en este sentido ejemplares. Sin embargo, a mediados de los años setenta del siglo XX, la crisis del petróleo sacudió a las sociedades industriales avanzadas. Se iniciaba el nuevo ciclo del neoliberalismo. Un Papa polaco, radicalmente conservador, que durante años había batallado contra el comunismo, junto con el nuevo presidente de los USA, Ronald Reagan, acompañado por la llamada dama de hierro, Miss Thatcher, formaron la nueva tríada capitolina de la reacción. Se abría así a comienzos de los años ochenta una nueva década, la denominada década neoliberal, hegemonizada por el gran capital internacional en el nuevo escenario de un capitalismo financiero que lo invadía todo impulsado por la revolución digital.
El diluvio neoliberal y el crecimiento exponencial de las desigualdades sociales
Cuando el auge de las nuevas tecnologías y la globalización de los mercados, comenzando por el mercado de valores que tenía como epicentro a Wall Street, señalaban cambios sociales en cadena, las políticas neoliberales dieron alas a las reconversiones industriales, a las privatizaciones de las empresas públicas, a los paraísos fiscales, así como a la especulación y los delitos de cuello blanco. Con la década neoliberal proliferaron los pelotazos en el denominado capitalismo de casino, se produjeron grandes concentraciones de capitales, se liberalizaron los mercados de trabajo, se deslocalizaron las grandes empresas, avanzaron los procesos de desregulación. Poco a poco las políticas neoliberales promovían la reducción de las prestaciones del Estado social. En realidad, las redes mafiosas entraron en connivencia con el mundo de los negocios, y en la formación de esta nueva santa hermandad arrastraron consigo a una buena parte de la clase política al opaco mundo de la corrupción. Las distancias económicas y sociales crecieron en el interior de los países, así como entre los países ricos y los países pobres. La élite económica de poder se distanció de forma abismal de las clases populares. Creció la pobreza y el sufrimiento en íntima relación con la precarización del trabajo y el incremento del paro. Resurgía la llamada nueva cuestión social en el marco de la globalización de modo que cada país se encontró sin instrumentos suficientes para hacer frente al chantaje neoliberal que exigía a toda costa bajar los impuestos, desmantelar los mecanismos de redistribución, abaratar los despidos y depreciar la fuerza de trabajo. Toda una serie de voceros del nuevo capitalismo proclamaron entonces que no había alternativas a la irrupción del nuevo escenario económico y político, y por tanto que nos encontrábamos ante el final de la historia.
El crash del 2008, como entendió muy bien Ken Loach en El espíritu del 45, supuso sin embargo también el canto del cisne de la contra-revolución neoliberal. Los fraudes bancarios, el hundimiento de las Cajas de ahorros, la fuga de capitales a paraísos fiscales, el robo masivo de los ahorros de las cuentas corrientes de los pequeños ahorradores, vinieron acompañados del estallido de la burbuja de la construcción, del desierto industrial que devoraba las viejas ciudades obreras, del incremente del desempleo juvenil... En nuestro entorno hubo que esperar al nacimiento del movimiento de los indignados para que renaciese de nuevo la esperanza.
Impulsar la propiedad social en el marco de una República federal europea
En la actualidad vivimos tiempos de una gran bipolarización social que genera procesos de desestabilización de las democracias. El desarrollo de la democracia representativa precisa consensos entre las organizaciones y partidos políticos para respetar un marco común de reglas con el fin de evitar las confrontaciones violentas. Éstas se producen cuando determinados grupos se radicalizan hasta el punto de deslegitimar a sus adversarios políticos para legitimar a su vez el recurso a la fuerza y a la violencia. Raymond Aron definió al sistema democrático como un régimen político caracterizado por la concurrencia pacífica para el ejercicio de poder entre diferentes grupos sociales. En los sistemas democráticos parlamentarios los ciudadanos delegan el poder en los representantes políticos para que gobiernen en función del interés general, es decir, para que contribuyan a resolver los problemas y encabecen la lucha contra las desigualdades sociales.
La politóloga francesa Perrine Simon-Nahum, en un reciente libro titulado Sabiduría política. El futuro de las democracias, señala que las crisis son inherentes a los sistemas democráticos en la medida en que la democracia es el único régimen que se critica a sí mismo, pero también el que se fija ideales que no puede satisfacer plenamente (Le Monde, 26-05-1923). A la vez se lamenta de que en nuestro tiempo los debates políticos se polaricen con frecuencia en torno a la dominación, de forma que no sería posible otro modo de cambiar las cosas que subvirtiéndolas. A su juicio la democracia implica paciencia, una gestión constante de las tensiones, negociaciones y pactos, pero a la vez es el único sistema que nos proporciona la libertad individual, es decir, nuestro bien más preciado, así como la capacidad de traducir esa libertad en libertades colectivas.
¿Cómo enfrentarse en la actualidad a las desigualdades sociales que se incrementan sin cesar? ¿Cómo luchar contra la bipolarización social entre ricos y pobres? España es un país que llegó tarde y con problemas a incorporarse a Europa, y que tuvo dificultades para construir el Estado social. La lucha contra las desigualdades sociales en nuestro país no pasa por menos impuestos, y menos aún por el desmantelamiento del Estado social y sus instituciones públicas, sino por una fiscalidad justa y un refuerzo de las protecciones sociales. Son precisamente los partidos progresistas quienes pueden y deben acometer las verdaderas reformas y apelar a la imaginación sociológica para innovar. A la hora de realizar propuestas será preciso apelar no sólo a la democracia representativa sino también a la democracia participativa, a la cooperación, a la solidaridad, a las iniciativas ciudadanas. En este sentido es preciso ser conscientes de que en el marco europeo los problemas de fiscalidad deberían ser consensuados entre los países miembros.
¿Cómo desarrollar en la actualidad el Estado social europeo para lograr disminuir las desigualdades? Sin duda para abordar los múltiples problemas que atraviesan nuestras sociedades, desde el cambio climático a las migraciones y las guerras, se precisa promover un nuevo consenso internacional. También necesitamos acuerdos a la hora de adoptar medidas de redistribución de la riqueza. John Maynard Keynes, en una conferencia que impartió en 1930 en la Residencia de Estudiantes de Madrid, titulada "Posible situación económica de nuestros nietos", afirmaba que en un futuro relativamente próximo el afán de dinero, solo por tenerlo, y no como medio para lograr los goces y realidades de la vida, será reconocido por lo que es: una morbidez algo asquerosa, una de esas propensiones entre criminales y patológicas que se relegan con repugnancia a los especialistas de las aberraciones mentales.
En este sentido nos gustaría terminar avanzando una propuesta a debatir, a desarrollar, a aplicar, una propuesta que es también una medida de salud pública que ha sido barajada ya por los padres fundadores del Estado social europeo: la fijación por los Estados democráticos, republicanos, de un límite máximo de los ingresos para los muy ricos. A partir de un determinado umbral de riqueza alcanzada por potentados, por empresas, incluidas, claro está, las entidades bancarias y los fondos de inversión, todas las rentas que superen un determinado umbral pasarían a ser socializadas por el Estado, es decir ese excedente de riqueza pasaría a ser de propiedad social. Una de las principales funciones de esos fondos sería la de la redistribución de la riqueza para luchar contra las desigualdades. En otros términos, los ricos tendrán que conformarse con mantener como propiedad privada un nivel máximo de rentas fijado por el Estado social de derecho. A la fijación de los salarios mínimos se añadirían, en nombre de la solidaridad social, normativas para fijar los ingresos máximos. La medida no es solo justa, pues el interés general debe prevalecer sobre los intereses privados, es también una medida solidaria, humanitaria, y hasta, en último término, una medida de terapia social pues también los muy ricos deberían poder ejercer su derecho a disfrutar con más tiempo y más moderación de los goces y realidades de la vida.
Comentarios
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