Otras miradas

La gran carrera

Nere Basabe

Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid

La gran carrera
Pedro Sánchez y Alberto Núñez Fiejóo en el debate de Atresmedia

En el debate de los dos líderes presidenciables el pasado lunes en el grupo Atresmedia no se habló de cambio climático, a pesar de que sus consecuencias nos asedien cada día de forma más que evidente. Tampoco se habló de educación, porque donde esté ETA, que se quite cualquier posible reflexión en torno al futuro que queremos para las próximas generaciones. En verdad, no sabemos bien de qué debatieron, porque la mayor parte del tiempo solaparon sus voces interrumpiéndose sin cesar. El segundo debate del pasado jueves, con los siete portavoces de los grupos parlamentarios y en RTVE, vino a salvar las naves recordándonos las bondades de un sistema parlamentario, que no presidencialista, y la necesidad, de paso, de una buena televisión pública. Ni rastro, sin embargo, de la educación. Será porque los menores y estudiantes ni votan ni cotizan.

Paradójicamente, el tema de la educación asoma solo, de tanto en cuanto, en el discurso de Vox, aunque no sea precisamente para mirar al futuro, sino al pasado más superado. Insisten una y otra vez en acabar con el "sectarismo y adoctrinamiento ideológico" en los valores cívicos y derechos humanos más básicos, para reforzar en cambio "materias fundamentales, con base en evidencias científicas" (así lo afirma su programa electoral), como puedan ser la Nación y la identidad nacional, el himno, la bandera o la Corona, elementos todos de sobra demostrados en su día por Einstein.

Insisten en el refuerzo de la enseñanza de la Historia de España, solo que una historia, eso sí, que tal y como la conciben tiene más de mitos y leyendas que de cualquier aproximación historiográficamente rigurosa. En lo de "perseguir a las autoridades educativas" o "sancionar con extrema dureza" que aparece en su programa preferiría no ahondar, porque me entran sudores fríos y me recuerdan, sí, a algunos de los capítulos más negros de nuestra historia: como la del maestro valenciano Cayetano Ripoll, último ajusticiado por la Santa Inquisición en 1826 (por no caer en ejemplos tristemente más recientes), acusado de herejía por sustituir en el aula la oración "Ave María" por la de "Alabado sea Dios", o comer carne en Viernes Santo. Ni el ministro Garzón, en su cruzada contra la ingesta carnívora, se atrevió a tanto.

Poca concreción más encontramos en los programas del resto de partidos: si Vox pretende recentralizar la educación mientras consagra la libre elección de centro concertado, el PP propone algo similar pero en tono menos agresivo: derrocar el sanchismo y la LOMLOE. El PSOE adelanta por la izquierda a Sumar universalizando la educación de los 0 a los 18 años, que no diferencia en su programa medidas para los distintos niveles educativos. Los socialistas proponen ampliar los horarios de apertura de los centros escolares como forma perversa de conciliación. Y todos quieren mejorar la calidad, las condiciones (solo Sumar apuesta por la bajada de ratios en las aulas, circunscribiéndolo el programa socialista a "los centros más necesitados"), las competencias digitales y la inserción laboral, claro.

Sabemos sin embargo que nuestro sistema educativo arrastra importantes deficiencias, con una tasa de abandono escolar o rendimientos en el informe PISA que nos alejan de nuestro entorno europeo. Ningún modelo o ley educativa es perfecta, porque la sociedad avanza en sus demandas y, tratando de atajar algunos problemas, surgen otros no previstos. El hecho de que cada gobierno de un nuevo color traiga siempre una reforma educativa como pan bajo el brazo no ayuda a la adaptación y consolidación de proyecto alguno, y hoy es más difícil que nunca imaginar un mínimo consenso básico, ni en este ni en ningún otro aspecto.

Quisiera aquí, desde mi experiencia tanto del lado del pupitre primero como del lado de la tarima desde hace ya unos cuantos años, y mientras andamos aún tratando de desentrañar los vericuetos jurídicos y conceptuales de la nueva Ley de Universidades (LOSU), con algunos aspectos aún por desarrollar normativamente y mientras acecha la sombra de que una nueva mayoría parlamentaria pueda echarlo todo al traste, fijarme tan solo en un aspecto concreto de nuestra enseñanza superior, que no parece despertar mayor debate entre unos y otras: su duración.

Cursé con el cambio de siglo una carrera de cinco años llamada licenciatura, y que ahora responde al nombre de grado y se ha recortado a cuatro. Las asignaturas anuales son ahora cuatrimestrales, aunque en muchas ocasiones no reducen su temario tanto como lo comprimen. Todo ello fue fruto del famoso Plan Bolonia, el gran revulsivo de la educación universitaria en este siglo que venía, con toda su buena intención, a hacer converger nuestro sistema universitario con el espacio europeo y que tantas polémicas suscitó, porque como decía mi abuela, de buenas intenciones están los cementerios llenos. Aquella primera propuesta de máximos proponía sustituir la licenciatura por grados de tres años y dos años de máster, y hasta los estudiantes menos aventajados se dieron cuenta de que, en la práctica, los estaban condenando a pagar los dos últimos años de carrera a precio de máster. La decisión salomónica fue el consabido café para todos, a medio camino entre lo que había y lo que se prometía, quedándose con lo peor de ambas opciones.

Tras la licenciatura, cursé un diploma habilitante para la carrera investigadora (DEA), que ahora se llama máster y que se ha reducido de dos años a uno, sin recortar por ello la carga de trabajo (cursos y elaboración de una tesina o Trabajo de Fin de Máster). Obtuve después una beca para la formación de personal investigador para la elaboración de una tesis doctoral de cuatro años de duración, que ahora, gracias a las demandas sindicales se ha convertido en un contrato de trabajo que cotiza, pero eso sí, reducido a tres años.

En total, un periodo formativo de once años que se ha recortado a ocho. Y que, contra todo sentido común, pretende no haber recortado contenidos, calidad, ni carga de trabajo, sino más bien al contrario (prácticas, trabajo de fin de grado...), en una sociedad donde la educación universitaria se ha democratizado y la competitividad aumenta; porque si antes tener un máster podía suponer una distinción curricular, ahora es poco más que un requisito sine qua non. Llevo tiempo preguntándome a qué tanta prisa. Por qué está urgencia por lanzar a las jóvenes generaciones cuanto antes al incierto abismo del mundo laboral, mientras de forma simultánea se nos retrasa más y más el horizonte de la jubilación, en una frenética carrera sin meta y con la lengua fuera.

La explicación no puede ser otra que la reducción de costes formativos, a pesar de las buenas intenciones de programas y reformas. Productividad, eficiencia, la universidad plegada cada día más a la lógica capitalista y las exigencias del mercado. En esto sí parece haber un consenso tácito, gobierne quien gobierne. Y el resultado, lo que veo en aulas, pasillos y en el despacho, son jóvenes cada vez más agobiados, estresados, con problemas de ansiedad o depresión. ¿De verdad es necesario criar generaciones cada vez más estresadas a una edad cada vez más temprana? Sometiendo a semejante presión a unas personalidades que en muchas veces aún no han alcanzado su madurez, ¿qué tipo de adultos tendremos el día de mañana? La juventud es una etapa de la vida decisiva que debería estar para más cosas que para obsesionarse con arañar unas décimas en la nota final. Tras los recientes exámenes, un estudiante vino a verme y me contó que se había enamorado de una compañera. Ojalá siga ocurriendo en el futuro. Por eso la política debería prometernos también, como rezaba la declaración de independencia norteamericana, nuestro derecho inalienable a "la búsqueda de la felicidad": devolvernos el tiempo para disfrutar de la vida, que se nos escurre entre los dedos de las manos.

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