Otras miradas

Rutinas estivales

Nagua Alba

Psicóloga. Ex diputada en el Congreso

Varias personas practican kayak en el embalse de Bolarque
Varias personas practican kayak en el embalse de Bolarque

Cada primero de agosto miro atrás y me doy cuenta de que tuve una infancia privilegiada. Para mí, durante muchos años, la palabra vacaciones significaba no ir a clase, pero también no salir de la ciudad. Me crie en un municipio costero, excepto en ocasiones contadas, nunca nos íbamos fuera en verano, porque no había dinero, pero tampoco necesidad. Mi madre me llevaba a la playa cada mañana (bueno, cuando el sirimiri lo permitía y con una chaqueta en la mochila por si se levantaba galerna), paseábamos por el monte o comíamos helado de chocolate y limón en el puerto. Siempre me resultaron de lo más exóticas las imágenes de las películas, series o reportajes sobre la operación salida en las que una familia se hacinaba en su coche para tragarse un atasco de horas hasta llegar al mar. Qué estúpido, pensaba, eso de salir todo el mundo el uno de agosto en vez de hacerlo, no sé, un martes día seis y ahorrarse las retenciones. Tardé unos años en descubrir algunas cosas, como que la playa es un lujo inalcanzable para gran parte de la población del país; o que quienes, tras meses ahorrando, consiguen pasar unos días en la costa, no viajan un martes seis porque no pueden elegir, sus vidas les pertenecen solo a medias.

Aprendí también, años después, que las vacaciones en el Mediterráneo eran distintas a las del Cantábrico. Allí podías hacer planes con días de antelación, porque tenías la certeza de que haría sol; allí no se bajaba de manera improvisada a la playa, con un bolso y una chaqueta, allí se invertían jornadas enteras. La primera vez que mi suegra me llevó al Saler con una silla plegable, sombrilla y nevera portátil no supe cómo sentirme. No entendía por qué tanta parafernalia para tumbarse a leer un rato en la arena. Al final no solo lo entendí, sino que me enamoré de las vacaciones de croquetas en un tupper y cerveza fresquita entre frigolines; de la vuelta a casa rebozada en sal y arena, que tardaba meses en irse de las alfombrillas del coche; de ponerse el pijama con el pelo aún mojado y la piel pringosa de aftersun.

Las vacaciones rurales las degusté algún verano de adolescencia. Mañanas en el río o la piscina municipal; la hora de la siesta, tan aburrida, contando los minutos hasta que la pandilla venía a rescatarte; la cena después de una buena ducha, de la que salías con las mejillas aún coloradas por el sol; las noches a la fresca con las abuelas del pueblo.

Todas estas experiencias vacacionales compartían algo valioso (más allá del bajo presupuesto): la rutina. No hay nada más bello y fértil que una buena rutina estival. Una que incluye fórmulas para huir del calor sumergiéndote en alguna masa de agua, tardes de tedio y sopor, y noches de conversación y verbena. Pero hace tiempo que de mi entorno se esfumaron las rutinas vacacionales.

Mi feed de Instagram está repleto de planes emocionantes: los rincones más secretos de Japón, Cuba en siete días, las islas griegas en cuatro, todas las calas de la Costa Brava a bordo de un velero, tres noches sin dormir en un festival de música celta. El tiempo contado, medido al milímetro para conseguir la experiencia completa, la más intensa, las fotos que más envidia puedan despertar.

Entiendo cuál es el mecanismo que nos hace arrojarnos con ansiedad a viajes de agendas aún más apretadas que las de nuestro día a día. No perder un solo minuto de las vacaciones. Porque es imperativo mostrar al mundo lo felices que somos y lo envidiable que es nuestra vida, lo especiales que son nuestros planes. Pero también, porque las rutinas estivales, las horas de la siesta aburridas, no son una opción. Qué miedo volver de la playa, el río o la piscina municipal, comer un trozo de sandía, sentarnos en el sofá y darnos cuenta de que así somos felices, de que a veces odiamos nuestras vidas, de que la angustia no nos deja respirar, de que lo único que deseamos realmente es un chapuzón, un rayito de sol, comer rico y dormir ocho horas sin pensamientos intrusivos. Que lo único que queremos es perder un poco el tiempo.

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