Otras miradas

Formación del espacio del cambio de progreso

Antonio Antón

Hace unas semanas, como parte del balance de las elecciones generales del 23J, publiqué el artículo Reequilibrios en la izquierda transformadora, con una reflexión sobre el cambio de liderazgo y primacía dirigente producida en Sumar respecto de Podemos, con las características políticas y organizativas de la nueva coalición y los criterios democrático-pluralistas para su articulación.

En este estudio amplío el foco con un análisis de la evolución de sus bases sociales y electorales, con varias etapas, dentro de la persistencia del ciclo progresista de más de una década en el que todavía estamos. En esta parte explico la etapa de formación del campo sociopolítico y electoral (2010-2014), y el periodo de la máxima expresión electoral de las fuerzas del cambio, de forma diferenciada del Partido Socialista (2015-2016). En otra parte analizo el lento y gradual declive del apoyo electoral, ya significativo en 2019, junto con la reafirmación institucional en el Ejecutivo de coalición y el empuje y la corresponsabilidad gestora de la reforma social y democrática hasta el presente, para terminar con la rearticulación del proceso de Sumar.

Experiencia cívica y expresión electoral

Aunque tiene precedentes ideológico-políticos, socio-electorales y de composición personal,  la dimensión y el carácter de la izquierda transformadora se forma y amplía a través de dos grandes experiencias masivas: una, la crisis socioeconómica y su gestión política regresiva y prepotente por las élites gubernamentales (y europeas), primero del Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero y luego, de forma más dura, por el gobierno del Partido Popular liderado por Mariano Rajoy; dos, la amplia indignación y oposición activa de gran parte de la sociedad española, especialmente juvenil, con un perfil progresista, social y democrático. Se expresó en el masivo, diverso y multidimensional proceso de protesta popular del periodo 2010/2014, normalmente simbolizado por el movimiento 15M pero con un fuerte componente sindical -con tres huelgas generales- y de mareas cívicas, y con una gran legitimidad social de sus objetivos básicos, de mayor democracia, con superación del bipartidismo gobernante, y mayor justicia social.

Pues bien, a la altura de las elecciones generales de diciembre de 2011, ese amplio espacio social y cultural, impugnatorio y propositivo a la vez y, al mismo tiempo, de resistencia democrática y reivindicativo de nuevas demandas cívicas, ya se estaba expresando de forma incipiente en el campo electoral, de forma diferenciada al bipartidismo gobernante. Fundamentalmente, viniendo de una cultura progresista, democrática e igualitaria, lo hacía a través de la desafección política hacia el Partido Socialista por su incumplimiento de su contrato social y electoral. Llegó hasta la reducción de más de 4 millones de votos, cuya mayoría fue a la abstención crítica (con la paradoja de no impedir la mayoría absoluta de la derecha).


Así su electorado pasó de más de 11 millones de votos en 2004 y 2008, a 7 millones en 2011, 5,5 en 2015 y 5,4 en 2016 para remontar hasta 7,5 millones en abril de 2019, 6,8 en noviembre de ese año y, finalmente, 7,8 en las últimas elecciones generales de 2023; aunque todavía le faltan más de 3 millones respecto del ciclo anterior que, precisamente, es la cantidad que conserva la izquierda transformadora, cuyo electorado ha pasado de superarlo en 2015 y 2016, con 6 millones, a tener menos de la mitad que el socialista en las generales de 2019 y 2023.

Por tanto, ya en 2011, si a esa desafección socialista le sumamos el ligero ascenso de Izquierda Unida, que llegó hasta cerca de un millón de votos, en ese año ya teníamos el volumen político-electoral de ese espacio confederal, entre cinco y siete millones, en torno a la cuarta parte de votantes, reforzado por una significativa izquierda nacionalista, particularmente en Cataluña y País Vasco, y contando con todavía un sector abstencionista de izquierdas. Procedía, principalmente, de ese desgajamiento de la base tradicional socialista y de la juventud crítica o indignada ante la involución social y política; era un desplazamiento representativo y una reafirmación de la exigencia democrática y reformadora de carácter progresista y por la izquierda de las políticas públicas dominantes y sus gestores.

En todo caso, en la mejor de las circunstancias, aun cuando muchas de las propuestas de ese heterogéneo movimiento cívico estuviesen legitimadas por más de dos tercios de la población, con cierta desafección respecto de las élites gobernantes y a la propia gestión política predominante, en el plano electoral esa corriente sociopolítica no llegaba a configurar un tercio de la representación institucional, incluido otros sectores afines de la izquierda nacionalista, abstencionistas de izquierda y parte de votantes socialistas. No había desbordamiento del poder político e institucional, aunque sí la reconfiguración de la representación política y un amplio cuestionamiento de la legitimidad social y la estabilidad consensual del poder económico-institucional y sus políticas regresivas y autoritarias.


Diferenciación y vasos comunicantes en las izquierdas

Las elecciones municipales y autonómicas de 2015 y las generales de 2015 y 2016 certificaron en el plano electoral-institucional la conformación de esa corriente sociopolítica transformadora con la consiguiente reordenación de la representación política. Por un lado, las fuerzas progresistas tenían una ligera ventaja sobre las derechas, aunque la dirección socialista renunció a la formación de un bloque progresista y unas políticas de cambio de progreso y prefirió la alternativa centrista y continuista, con el bloqueo a la dinámica transformadora y su representación alternativa.

Por otro lado, había cierto empate estratégico entre el Partido Socialista y las llamadas fuerzas del cambio de progreso. Existía, por una parte, una ligera ventaja de los primeros en el poder autonómico y el grupo parlamentario -y su relación con los poderes fácticos y dispositivos mediáticos-, y, por otra parte, un peso institucional y simbólico relevante de los segundos por su mayoría gobernante en los grandes ayuntamientos del cambio, que permitían aventurar su modelo de gestión, más social y democrático, y su consolidación como fuerza institucional alternativa.

La formación de ese espacio sociopolítico transformador derivó de una amplia, profunda y palpable experiencia de la realidad social de la crisis socioeconómica y política, iniciada en 2008, y el comportamiento regresivo y prepotente del bipartidismo existente, en los años 2010/12. Entonces, todavía no tenía gran peso una izquierda política alternativa, aunque sí unos significativos movimientos sociales -incluido el sindicalismo- con una fuerte movilización cívica que, sobre la base de una cultura democrática y de justicia social, profundizó en su identificación política transformadora y favoreció la formación de una nueva representación político-institucional.


Ese proceso popular fue relativamente autónomo respecto de una débil y descolocada élite política diferenciada de la socialdemocracia, aunque contaba con un fuerte tejido social participativo. Pero le faltaba una característica fundamental: la construcción de una legítima representación política, en conexión con ese movimiento popular, y su acceso institucional. El fenómeno de Podemos y sus aliados y convergencias acertó en vertebrar la representación política de una parte significativa, cuando ese proceso de movilización social se debilitaba y la participación cívica se trasladó al plano electoral confiando en el cambio progresista. Con ello se consiguió la consolidación político-institucional de su representación y liderazgo, aunque con cierta incapacidad articuladora de sus bases sociales que, posteriormente, reflejaron la fragilidad de su entramado organizativo.

Dicho de otra forma, en ese periodo de 2010/2014 se fue configurando ese perfil sociopolítico progresista, democratizador y de exigencia de cambio sustantivo y real, pero con una relativa orfandad representativa en el plano político e institucional, sin que entonces Izquierda Unida (y la izquierda nacionalista) fuese capaz de vertebrar esa amplia corriente cívica alternativa. Pero ese espacio se configuró, sobre todo, por el carácter de la masiva experiencia sociopolítica que pudo modificar a gran escala la configuración de esa corriente democrática transformadora, no por el ejercicio representativo de una élite política o por su acción discursiva o ideológica, elementos necesarios pero complementarios a la propia participación sociopolítica y vital de amplios sectores sociales que defendían su bienestar y sus derechos.

Es el contexto del vacío representativo que supo rellenar la dirigencia de Podemos y aliados en los años 2014/2016, dándole consistencia y estructurando esa tendencia sociopolítica en un campo electoral y de representación político-institucional, con una dimensión similar a la del Partido Socialista, hasta amenazar con su adelantamiento representativo.


Sin embargo, esa tendencia popular estaba lejos de superar al grueso de fuerzas políticas, incluida las derechas, que sostenían el sistema político, así como de producir una crisis general del poder establecido. Podíamos decir que se abría una crisis sistémica, como dificultad de las élites gobernantes para la gestión socioeconómica, institucional, territorial, medioambiental..., con una pérdida de legitimidad y vertebración del bipartidismo gobernante, que exigía un cambio social y democrático sustantivo y real. Existía una correlación de fuerzas todavía débil respecto del poder político e institucional, así como en relación con el poder económico, mediático y judicial, o sea, con el llamado Régimen del 78.

Esta es la base histórico-estructural de la conformación de un espacio electoral derivado de una gran experiencia ciudadana de exigencia democrática-reformadora como la de esta larga década, con una vertiente polarizadora promovida por la reacción de todo el poder establecido, agravada por unas derechas extremas. Esa tendencia sociopolítica de fondo, mayoritaria en algunos ejes democráticos y sociales, estuvo diferenciada de la estrategia socialista dominante en ese primer periodo, centrista -o neoliberal- con su compromiso por la austeridad y su ruptura con el contrato social y electoral con gran parte de su base social progresista.

La reordenación del espacio progresista

El Partido Socialista tuvo que iniciar una larga y tensa fase de transición, de más de un lustro, para su recolocación política, con una reorientación estratégica y discursiva de la mano del sanchismo y la moción de censura al gobierno de la derecha en 2018, con una nueva gobernabilidad apoyada en su izquierda y el nacionalismo periférico. Trataba de diferenciarse de la derecha y sus políticas más conservadoras y corruptas con una gestión más social, según el compromiso gubernamental con Unidas Podemos, al mismo tiempo que de ampliar su representatividad y contener el empuje de la dinámica del cambio de progreso, con las correspondientes fricciones. Tras esta legislatura de Gobierno progresista de coalición y los resultados del 23J, se puede decir que, en gran medida, lo ha conseguido.


No obstante, no hay una vuelta al estatus anterior de su completa hegemonía, en un marco bipartidista, y se mantiene su dependencia de una izquierda exigente, en proceso de rearticulación, y el bloque nacionalista, que le condicionan, al menos, en dos ejes fundamentales de la reforma sociopolítica: un giro sociolaboral de carácter igualitario y protector, y un avance democrático respecto de la plurinacionalidad.

Ese proceso de formación de la base social y la representación política de la izquierda transformadora supuso un fuerte emplazamiento hacia el Partido Socialista, sometido a una profunda crisis representativa y de reorientación estratégica, con grandes pugnas internas, prácticamente desde 2011, donde se evidenció su debacle política. Pasó por el fallido intento de reconstitución continuista de 2016 de la mano del pacto con Ciudadanos. Y llegó hasta 2018-19, en que, con la consolidación del giro sanchista hacia la izquierda, confirmó, con la moción de censura al gobierno de Rajoy, una estrategia de confrontación con las derechas y por una política democrático-regeneradora y de alianzas con su izquierda y el bloque nacionalista para una reforma social y política progresista; más tarde lo ratificó, no sin reticencias y vaivenes, por el nuevo gobierno de coalición con Unidas Podemos y un programa gubernamental de progreso, que se espera reeditar y renovar con Sumar y el apoyo nacionalista periférico en este 2023.

La cúpula socialista, en esta última etapa, ha manifestado una gran capacidad de resiliencia adaptativa para ampliar su representatividad y primacía en el espacio progresista con una reorientación política y comunicativa más contundente frente a las derechas y un abordaje más abierto hacia la política social y territorial. Ello le ha permitido recuperar una parte de su anterior electorado que en la etapa anterior había perdido de la mano de la desafección a su gestión política precedente, que exigía un compromiso de cambio más real y había confiado en la expectativa representativa y de gestión reformadora que ofrecía Unidas Podemos y sus convergencias en esa primera etapa.

No hay un gran desplazamiento entre las bases electorales de las izquierdas y las derechas. Se produce la reordenación del espacio social y representativo en cada uno de los campos, con un cuestionamiento y superación del bipartidismo gobernante. En el ámbito progresista, por la presencia de esa fuerza de progreso con un perfil propio, se modifica la completa hegemonía socialista y se termina configurando un bloque de alianzas en el que se debe reconocer, negociar y compartir unas políticas públicas más firmes y de izquierda, no sin muchos regateos y desavenencias y algunos duros desencuentros, con especial relevancia ante la ley del ‘solo sí es sí’.

Así, desde 2015 -e incluso desde 2011- la trayectoria estratégica del Partido Socialista -con la comprensión y el apoyo del poder establecido- persigue taponar esa vía deslegitimadora y transformadora del marco neoliberal y el sistema institucional dominantes, así como procurar la reducción, reorientación o cierre de este ciclo de cambio de progreso con un peso político relevante. Y, en todo caso, reequilibrar la dimensión de cada tendencia, la moderada y la transformadora, para conservar una distancia representativa suficiente y un control del poder institucional determinante que mantenga en una posición subalterna a esa izquierda alternativa.

Se trata de la doble vía de contención y colaboración, prioritaria la primera desde los comienzos del ciclo hasta 2019 en que, conseguida otra relación de fuerzas institucionales más ventajosa, se va suavizando y complementando con una mayor colaboración hasta el presente, en particular con la nueva configuración de Sumar. Así, la perspectiva es su continuidad con similar reequilibrio político, que asegura la primacía socialista y configura un nuevo reto para Sumar y la consolidación y el empuje de su papel transformador, con el refuerzo de la activación cívica.

En consecuencia, no hay una gran unidad estratégica de bloque progresista, con un proyecto común de alcance estructural y a medio plazo, sino una necesidad mutua coyuntural e incierta, no exenta de la competencia por conseguir ventajas comparativas en la estructura de poder e influencia en la acción política. Es decir, esa pluralidad conlleva una pugna por la envergadura y la orientación de las transformaciones más sustantivas en beneficio del ideal del bien común o el interés de las mayorías sociales y afecta al carácter y estabilidad de sus estructuras partidarias. Tras la previsible investidura de Pedro Sánchez, el nuevo pacto gubernamental con Sumar, programático y de estructura ejecutiva, definirá el marco de colaboración común, cuya implementación habrá que negociar sus socios nacionalistas, así como el grado de autonomía de cada parte ante los desacuerdos.

Probablemente, la legislatura echará a andar con un nuevo gobierno de coalición progresista, con mayor fragilidad de sus apoyos parlamentarios, por la dependencia de Junts, y una contundente acción deslegitimadora por las derechas. Ante esa relativa inestabilidad, no hay que desconsiderar la posibilidad de una legislatura corta por dos factores desencadenantes del adelanto electoral. Por un lado, los propios intereses partidarios de Junts en su pugna por la hegemonía del campo nacionalista y la gestión del Govern con vistas de las elecciones catalanas del próximo año, que constituye su prioridad antes que la gobernabilidad de España. Por otro lado, la conveniencia para el PSOE de aprovechar la oportunidad, si el contexto le favorece, para ensanchar su representatividad e influencia institucional y ganar autonomía política respecto de sus aliados de Sumar y el bloque nacionalista. Supone un desafío adicional para el perfil propio de la izquierda transformadora.

 

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