"Quieren llamar a Rubiales el año que viene" decía ayer con medido retintín Samanta Vallejo-Nágera en la presentación de la octava edición de su programa. Y así, entre risas, sus tres protagonistas relativizaban el #SeAcabó, que ha sido una chorrada, una estupidez, a ojos de Jordi Cruz, el chef que no paga a sus becarios, pero ni falta que hace porque para eso les aloja en su palacete. ¡Anda que no se han dado piquitos ellos en su programa!, se carcajeaba con su retranca campechana Pepe Rodríguez, que hace poco afirmaba en TVE que en su programa caben todos los políticos menos Pablo Iglesias, al que había que dejar hacer bocatas fuera de la mesa por haber venido a tocar las narices. Al fin y al cabo, es humor, un humor suave, cremoso, tan blanco como sus delantales, ¿verdad?
Pero no. No es humor, no es entretenimiento familiar, ni siquiera es cocina: es ideología. En MasterChef lo saben muy bien, por eso llevan cociendo a fuego lento durante diez años una receta que, bajo la apariencia de un programa gastronómico, cada vez se presenta más perfeccionada a su público la hora de retransmitir valores profundamente conservadores valiéndose del generoso presupuesto que le brinda la televisión pública -o sea, vosotras y yo, amigas- y también de unas audiencias que, reconozcámoslo, nunca le han dado la espalda.
Y es que, ¿a quién no le va a gustar MasterChef? Ya sea en su formato con concursantes anónimos como en el de celebridades -e incluso en su grimosa versión infantil- su cacareado contenido "para todos los públicos" ha fidelizado a millones de personas, aunque dudo que sea gracias las recetas o a los paisajes, sino al habilísimo montaje de unas tramas que no dan puntada sin hilo y no dejan nada al azar: desde el casting a las localizaciones, la competitividad y las humillaciones a los aspirantes -¿alguien recuerda aquel León Come Gamba?- los desmayos, las derrotas, los romances, los paisajes e invitados o las calculadas bromas encajadas en guion a base de repetir tomas.
MasterChef y su nacional-gastronomía funcionan como una sabrosa correa de transmisión del ideario tradicionalista para niños y mayores. Prueba de ello son, por ejemplo, el acatamiento castrense sin fisuras de la autoridad al grito de ¡Sí, Chef!; la sumisión disciplinante ante el juicio y el escarnio público de una suerte de tribunal preconstitucional que chuperretea cucharas mientras sentencia platos; o esa caridad catolicona, farisaica y rancia con la que cacarean aquello de que el Corte Inglés dona el excedente de cada programa a comedores sociales. No en vano, capitanea la triada Samantha de España, como ella gusta llamarse: nieta del psiquiatra franquista y afecto al nazismo que experimentó abriendo en canal a cientos de mujeres, niños y presos republicanos en busca del gen rojo, de la malformación marxista. Una democracia sana habría desterrado ese apellido de su Historia, en España, sin embargo, la saga del doctor acumula fortuna, propiedades y legitimidad desde la dictadura.
Del mismo modo, MasterChef apuntala todos los tópicos de nuestro país -el andaluz gracioso, el vasco borrico, el castellano zafio- mientras pasea sus episodios por la geografía española entrevistando alcaldes, consejeros, empresarias y directivos de éxito, que degustan sus elaboraciones mientras Samantha les pregunta con media sonrisa si estaba rico el postre y les alaba la simpatía. Por eso a García Gallardo, de Vox, le gustó mucho la perdiz segoviana; por eso Ayuso pudo incluso calzarse el delantal en un especial navideño y por eso, en contraste, Ada Colau tuvo que soportar que la nietísima le tratase como si no pudiera reprimir el deseo de triturarla con el tenedor.
Si su edición anónima ha aupado un negocio que trasciende la tele e incluye restaurantes, productos de cocina, cursos, recetarios, o patrocinios millonarios, el formato de los famosos sirve de paso para restaurar alguna que otra vieja gloria del show business a la vez que aúpa las carreras por encargo de personajes como Tamara Falcó, que representa como pocas personas el clasismo ñoño y el privilegio de la clase aristócrata-parasitaria española. A veces, sin embargo, los tiempos mandan y MasterChef se disfraza de diversa y tolerante: entonces, su cínico casting incorpora algún personaje subalterno, -una trans, alguien racializado, o un concursante con una triste infancia obrera de privaciones que se ha superado a sí mismo- y le hace funcionar como bufón o antagonista, para lucimiento y brillo de sus personajes principales. Para todo lo demás, siempre queda Mario Vaquerizo.
Esta nueva edición y las que vendrán no tienen demasiadas sorpresas: toreros, aristócratas, humoristas que hace años que dejaron de hacer gracia, y demás celebridades con todo el derecho a ganarse la vida, faltaría más. Pero cabe preguntarse si este programa es lo mejor que puede ofrecer la televisión pública a las audiencias españolas. Imagino que, a ojos de la dirección de MasterChef, esa audiencia se les aparece como una familia numerosa y rubísima que se sienta a reír sus chistes en un enorme sofá blanco que limpia su mucama.
Quienes dejamos de sintonizarlo hace tiempo ya percibimos que algo olía a rancio en los fogones nacional-gastronómicos de Televisión Española, un tufillo, un regusto amargo a lo peor que tiene este país, por mucho que intenten colárnoslo...hasta la cocina.
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