Otras miradas

Moreno de verde luna

Rafael Cabanillas Saldaña

Escritor. Autor de ‘Quercus’, ‘Enjambre’ y ‘Valhondo’.

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A los chatarreros del orbe. Los quincalleros celestes. Los desguazadores de todas las miserias estelares.

Las noches ya son de invierno, muy frías; de madrugada desperezan su último sueño de estrellas y agujas de hielo, de caleidoscopio de mil escarchas. Diciembre se ha echado encima con su capa enlutada de días cortos y noches largas. Muy, muy largas. Noches frías y largas. Las mañanas y las tardes, en cambio, son todavía amarillas, luminosas, soleadas. Como si no quisieran entregarse aún a la boca de lobo que la negrura de otros inviernos devora en su panza. Vencida la noche, el sol se echa a lomos de la alborada, la mañana se lo pone por montera y amanece tirando líneas de horizonte, dibujando los árboles, un perro, las calles, las azoteas y, en la lejanía, unos cerros plomizos que quisieron ser montañas. Un sol de naranja a mi espalda, redondo y fanfarrón, pero manso y sin ganas, cuando camino aterido en dirección a las aulas.

Después de dos meses y medio del comienzo del curso, hoy se ha presentado un alumno nuevo. Pongamos que se llama Antonio Torres Heredia, como el Camborio de Federico García Lorca. Pues como él, moreno de verde luna, tiene unos bucles de carbón arracimados que le tapan los ojos y sus largas pestañas, y, cuando le llamo, anda despacio y garboso hacia la pizarra. Recordando en sus andares al de la vara de mimbre que va a Sevilla a ver los toros. Cualquier otro vendría con la vista humillada, temiendo la reprimenda y el interrogatorio por llegar más  de dos meses tarde. Pero él trae la mirada altanera, rectilínea, de antiguo nómada que atisba de frente el desierto, el mar, el campo, el universo infinito de osas polares y vías lácteas. Cuando llega a mi altura, echa su mano por delante como hacen esos tratantes de ganado y me la tiende, antes de que yo pronuncie una sola palabra:

-¡Soy Antonio Torres Heredia y siento haber llegado tarde!

Entonces digo al resto de la clase que salgan y nos dejen solos. Que tengo que rellenar la ficha con sus datos y hablar despacio con Antonio. Y, en vez de preguntarle el porqué de su tardanza, afirmo:

- Casi se te echa la Navidad encima. ¡Muchos problemas! ¿Verdad?

Y sólo en ese momento baja un poco la vista, se le apagan sus ojos grandes de azabache, y, cediendo al juego de complicidades, garabatea en el aire un:

-Sí, señor, muchos problemas.

Nombre, apellidos, fecha de nacimiento, nombre del padre, nombre de la madre:

-Mi padre se llama Antonio Torres, igual que mi abuelo, igual que yo. Mi otro abuelo, dicen que se llama Lisardo, pero yo nunca lo he visto. Debe de vivir muy lejos, en Bilbao o por ahí. Mi madre se llama Eleazar. Somos cinco hermanos y lo que venga. Pues mi mama está preñá. Ahora vivimos todos juntos, pero yo he estado varios años en un centro. Como mis hermanos. También en un centro. Pero ahora ya juntitos, porque mis padres se han venido de Badalona. Y, gracias a Dios, estamos juntitos... en una casa que nos han alquilado.

Yo no hago preguntas. Le dejo que hable y seguimos con la ficha. No quiero atosigarle ni que se sienta acosado ni obligado a contarme su vida. Cuando el papel -los papeles, que son los que mandan hoy en la enseñanza- pide la PROFESIÓN DEL PADRE, sé que va a pasar un mal trago.

-¿A qué se dedica tu padre, Antonio?

Entonces me mira y se queda callado, más de lo que exige el protocolo, casi pidiéndome auxilio, casi sin aire. Hasta que levanta los brazos, frunce el ceño y pone cara de interrogación:

-¡No sé, mi padre no hace na!

-Algo hará- le digo –. Si no trabaja, entonces está parado. Será un desempleado. Probablemente cobre el subsidio por desempleo o una ayuda social o familiar, hasta que encuentre algo. ¿Quieres que ponga que está PARADO?

Pero dice que no, que la verdad es que su padre se dedica a recoger chatarra. Pero le daba vergüenza decirlo. Entonces le explico que esa es una auténtica profesión, una de las profesiones más bellas y necesarias del planeta:

-Y te aseguro que puedes estar muy orgulloso del trabajo de tu padre. Fíjate, si no fuera por él, el campo estaría lleno de trastos y cachivaches, sucio y contaminado. Además, gracias a tu padre, esa chatarra se aprovecha y puede ser reciclada. El oficio de tu padre es estupendo, muy importante para el medioambiente. Mira, toca la pata de esta mesa. ¿Quién sabe si este tubo metálico no procede de la chatarra que busca tu padre? Aquel amasijo de hierros se ha convertido en esta preciosa mesa. ¿Quieres que le pongamos "PROFESIÓN: COMERCIAL DE CHATARRA"?

Con mis alabanzas, le ha vuelto el brillo a la mirada y ha esbozado una sonrisa. Una sonrisa de plata, de plata de ley. En el silencio luminoso de la mañana, mientras se imagina a su padre rebuscando altivo su chatarra, vuelve el Antonio Torres Heredia, Camborio de dura crin, moreno de verde luna, voz de clavel varonil:

-¡Sí, por favor, ponga usted COMERCIAL DE CHATARRA!

Para que no se quede sin recreo, nos hemos dado la mano y nos hemos despedido. Ahora me la ha apretado más fuerte, con una emoción honda, caliente. Su mirada sigue soñando por ese campo. Con el que yo también sueño, imaginando a un José Acadio Buendía que carga en sus costillas un saco de baratijas y quincalla. Los chatarreros del orbe. Los quincalleros celestes. Los desguazadores de todas las miserias estelares.

Cuando Antonio ha llegado a la puerta, la ha abierto, ha dudado,  y se ha vuelto hacia mí. Sus ojos duros y tiznados se han puesto tiernos y suplicantes, para preguntarme:

-¿Cuando llegue a casa puedo contárselo a mi padre?

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