Siempre tiene que venir un cojo a correr los cien metros lisos y el vástago de una familia bien madrileña a darnos lecciones de meritocracia.
En el tercer capítulo de Carol y el fin del mundo, una serie de Netflix tan pretenciosa como entretenida, cuentan la historia de Louis. En la serie, el fin de la existencia se acerca –quedan siete meses exactos para que un meteorito reviente el planeta– y prácticamente todos los humanos están dedicados a vivir sus mejores vidas gracias a un ramalazo colectivo de autoconsciencia y hedonismo: los padres de Carol, la protagonista, han montado un trío amoroso con su enfermero y se han ido a dar la vuelta al mundo; el director del mayor banco de América, hartísimo de todo, sobrevive ahora cazando peces de colores en una cabaña aislada entre la perfecta vegetación de algún trópico; en el cielo, qué cínico esto, se ven constantemente paracaidistas y practicantes de ala delta entre la cada vez menos lejana sombra acechante de la roca espacial que acabará con la vida.
Sin embargo, a pesar de este divertimento, hay un grupo de oficinistas que está yendo todos los días, autoexplotándose y autoexigiéndose, a fingir trabajar en el departamento de contabilidad de una consultora imaginaria solo para tener una pequeña normalidad a la que agarrarse; solo para tener una especie de boya o de pavimento o de quitamiedos que les haga olvidar que van a morir. La Distracción, se llama la empresa.
Entre ellos, está Louis. Entre las historias de gente perdida o agotada o superada que va a esa oficina a distraerse, está la de este tipo, quien va porque nunca ha trabajado y siente cierto placer de turista en un safari al sentirse parte de ellos y contemplar los cachivaches propios de una oficina –como una grapadora o unos clips, qué sé yo-. Simplemente, Louis es un pibe que ha vivido la mejor de las existencias posibles y ahora está convencido de que la peor, la que justo a él no le tocó vivir por tener los recursos suficientes para dedicarse a viajar y contemplar, es en verdad entretenida, o interesante o incluso ideal.
Mientras veía este capítulo y me atormentaban mil preguntas, leía con el rabillo del ojo a un tal Ignacio Dancausa, conocido sobradamente en Madrid por presidir las Nuevas Generaciones del PP y haber estudiado un bachillerato en Chicago, defender la meritocracia.
Este veinteañero, conseguidor de méritos tan loables como presidir la organización con mayor endogamia política de España tras haber sido colocado por Isabel Díaz Ayuso –fue el único candidato y ganó las elecciones con un 95% de los votos, ríete tú de Corea del Norte–, subía a Twitter un par de mensajes y vídeos aclamando la meritocracia y la importancia de luchar por tus objetivos en respuesta a un clip viral de la artista Samantha Hudson en el que aseguraba que esta no existía.
Como decía en el primer párrafo, la meritocracia es esa entelequia tan tocha que justo los que menos deben resguardarse tras ella, los que tienen que callarse como moscas y desaparecer de la conversación pública cuando se habla de esfuerzo y dedicación, son los primeros que salen a defenderla –es que ya hay que ser indecente, cínico y caradura-.
Cuando se habla de meritocracia, de trabajar hasta desfallecer solo por pensar que las cosas mejorarán como recompensa por nuestro esfuerzo, nunca salimos los que vivimos en pisos tan húmedos y fríos que se dibuja el vaho en el aire cuando respiramos, sino los que tienen calefacción de suelo radiante; jamás la defendemos los que contamos con ansiedad y miedo los paquetes de espagueti a medio gastar que nos quedan en la alacena cuando llega fin de mes -que en la vida real es a partir del día ocho–, sino los que mandan a sus chachas (sic) a encargar comilonas cada martes al restaurante de abajo.
Estos niños –no es condescendiente llamar niño a Dancausa porque somos de la misma quinta– son como Maradona haciendo campañas contra la droga o Hamilton criticando los implantes de pelo o el propio Louis de Carol y el fin del mundo; es gente que defiende y se enamora de lo que jamás han vivido ni vivirán solo porque encuentran así una justificación moral a su descarado privilegio y comodidad; son los que ven justas las peleas a muerte en la calle por una raspa de pescado mientras ellos miran desde sus terracitas con yesería abrigados en chalequitos de pluma de oca.
Si tanto cree en la meritocracia el tal Dancausa, que renuncie a sus contactos, deje esa pirámide de favores llamada NNGG y se baje aquí con nosotros. A ver lo que dura.
Comentarios
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