Otras miradas

Nostalgias y retretes

Israel Merino

Pixabay
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Hasta en el retrete se puede sentir nostalgia.

Este domingo cambié por fin la tapa del vater, que llevaba rota desde agosto de 2022. Me la cargué el quinto o sexto día tras mudarme a mi actual piso, durante una tarde de pasión absurda con un ligue de aquel verano. Recuerdo que hacía mucho calor y el aire acondicionado no funcionaba -menudo golazo por la escuadra me metió el casero- y que decidimos cambiar el sofá por la ducha.

Liándonos en el baño, uno de los dos se tropezó, no recuerdo quién, y acabó arrastrando al otro contra la taza del vater, cuya tapa de plástico barato -segundo gol del casero en menos de una semana- acabó cediendo bajo el peso de ambos. Muchas risas, lo sé, pero el PVC partido se me enganchó en el culo y me pegó un pellizco que todavía recuerdo.

El caso es que desde aquel día, mi retrete ha estado sin tapa, sobreviviendo gracias a un trocito con mordiscos, más afilado incluso que el diamante de un boricua, que sobresalía de un enganche de la tijera. El domingo, tras dignarme por fin a hacerme con una nueva en el sitio más barato que encontré – al casero se le devuelve la calidad que él ofrece –, sentí un golpe tan absurdo de nostalgia que entendí a todos los absurdos que sobreviven gracias a los golpes de nostalgia.

Sentado en el suelo del baño, pensaba en todo el tiempo que había pasado con la tapa rota; pensaba en aquella divertida y larga y memorable tarde de agosto; en cómo aquella anécdota se había convertido en material infalible de conversación para todos los que visitaban mi casa; en cómo aquella tapa rota era ya parte de mi personalidad.

Ahí sentado, con los alicates en una mano y un bote de desinfectante en la otra, empecé a dudar de si cambiarla: ¿y si la dejaba rota? ¿y si devolvía la nueva y dejaba la vieja? Al fin y al cabo, aquel trozo de plástico dentado – no os hacéis a la idea de cómo cortaba – representaba un momento feliz. O un momento, al menos, que yo recordaba feliz.

La nostalgia es una herramienta peligrosísima porque te vincula emocionalmente a un pasado que recuerdas feliz, pero quizá no lo fue. Estos días, en esa plaza pública inundada de salitre llamada Twitter, volvió a recuperarse el estéril discurso de que en los años ochenta se vivía mejor.

Otra vez – pasa cada cierto tiempo –, la red social empezó a inundarse de logos comerciales de aquella época y de anuncios genuinos de zumo de cartón y de actuaciones musicales del RTVE analógico; otra vez, se romantizaba una época que había tenido tantos grises y sombras como los años dos mil, pero que los anclados en el pasado se empeñan en romantizar.

Cada vez que esto pasaba, leía estas nostalgiadas pensando que la gente no tenía memoria alguna, sin embargo, la crisis emocional del vater me ayudó a entenderlos este domingo mucho mejor: a veces pasa. A veces pasa y la solución, simplemente, es ignorarlo y tira para delante.

La nostalgia es tan peligrosa porque nos hace mirar al pasado y olvidarnos de que el tiempo corre hacia delante, no hacia atrás; la nostalgia es siempre puñetera, pues los malos la usan para convencernos de no progresar. Lo nostalgia es una enfermedad porque da absolutamente igual que los tiempos en aquel verano de 2022 fuesen mejores, pues de no cambiar la taza del vater, cualquier noche una rata habría subido por la tubería para morderme un pezón.

Al final, la nostalgia no es más que una excusa para autoconvencerme de que soy algo más profundo que un simple dejado que no cambió la tapa del vater en dos años por pura holgazanería, al igual que es una excusa de muchos para no progresar.

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