Otras miradas

Nostálgicos de lo suyo

Oti Corona

Pixabay.
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Cómo podía imaginar el pobre Johannes Hofer, médico que puso nombre a la nostalgia, que con el tiempo el término se ampliaría hasta convertirse en un cajón de sastre para los egoístas y los inconscientes. El buen doctor solo pretendía poner nombre al dolor que provoca la añoranza y hoy en día, ya ves: la palabra "nostálgico" casi se ha convertido en sinónimo de fascista. No estoy diciendo que quien echa de menos su infancia sea un fascista, pero desde luego a los fachas les tira lo vintage.

Ser un nostálgico no tiene, en principio, nada de malo. Cómo no echar de menos las tardes con el hula hoop en la plaza, la Casera Cola, Sabadabada, los chicles de peseta, la Sesión de Tarde y el Sábado Cine, Rick Astley o la Mirinda. Lo malo es que quienes apelan a la nostalgia cometen un error, que intuyo malintencionado porque nadie puede ser tan listo y parecer tan tonto. Los nostálgicos suelen explicar que "sus padres" tenían un piso en propiedad, "sus padres" compraron un apartamento en la playa, "sus padres" pudieron tener hijos a los veintipocos, "sus padres" compraron un coche al contado. Ignoran a propósito que ese "mis padres" engloba a dos personas: una que trabajaba fuera de casa y aportaba el sueldo a la familia y otra que trabajaba fuera de casa y aportaba el sueldo a la familia y además se cargaba con todas las tareas domésticas y de cuidado, se vio obligada a anteponer la descendencia a los estudios o la carrera profesional y tenía que pedir permiso para coger el coche familiar, que estaba, como casi todo, a nombre del marido.

A todos nos gustaban los helados de cinco duros pero nadie querría llevar la vida de las madres de entonces. Ahí está la trampa de la nostalgia: éramos felices porque las mujeres iban de casa al trabajo y del trabajo a casa y les daban las tantas programando la comida y la cena del día siguiente. Alguien dirá que en su entorno no era así, que su madre tuvo siete hijos y estudió dos carreras, que trabajó como arquitecta de día y artista de cabaret los fines de semana y que no se quejaba nunca, en contraste con las mujeres de ahora, que no hay quien las aguante.

No seré yo quien niegue la felicidad de esa señora inexistente, pero lo cierto es que la vida de las mujeres era un pelín peor de lo que es en la actualidad. Por contextualizar, la sentencia de la minifalda, ya saben, aquella que un poco más y condena a una chica de diecisiete años por llevar una falda corta en vez de condenar al empresario que la violó, fue en 1989. Conviene recordar que los hombres del Gobierno (porque solo había hombres) no permitieron el aborto hasta 1985, y solo en algunos supuestos; uno de ellos era que el embarazo fuese consecuencia de una violación y siempre y cuando la víctima se atreviese a denunciar. Yo qué sé. Aten cabos. Después había algunos detalles menores, como por ejemplo que los hombres no movían un dedo ni para recoger su plato de la mesa, pues los hogares, por más que el progreso y la democracia hubiesen llegado al país, aún constituían el reposo del guerrero.

No es de extrañar que nuestras ciudades estén salpicadas de esas barberías que en ocasiones se presentan con nombres tan explícitos como "La cueva del oso" o "Machos Barbershops", con sus sillones reclinables de enormes reposapiés, sus suelos de baldosas cuadradas en blanco y negro y su poste de barbero. Locales que recurren a la nostalgia para tocar los varoniles bolsillos a través del corazón. ¿Por qué será que estos espacios no tienen su equivalente en versión peluquería femenina? Qué misterio, con lo bonitos que son los vestidos de vuelo y corpiño, los sombreritos y las combinaciones de encaje, con lo guapísimas que van siempre Betty Draper, la esposa de Don en Mad Men, o La maravillosa señora Maisel. El único reducto femenino en el que alguien parece añorar aquellos tiempos lo conforman las cuentas en tiktok de las tradwifes, esas señoronas multimillonarias que, reconvertidas en influencers, nos abren sus brillantes cocinas de doscientos metros cuadrados para mostrarnos lo felices que son mientras destinan una mañana entera a preparar seis brownies. Claro que ellas no añoran el bollycao o las sobremesas de Verano Azul; es la época en la que el servicio trabajaba sin horarios ni derechos lo que extrañan estas cuentistas. Un servicio que, por cierto, jamás aparece en cámara, no vaya a ser que algún espectador suspicaz se percate de que no son ellas las que mantienen la mansión como los chorros del oro. Igualito que una madre cualquiera en los ochenta. Será que los privilegios acentúan esa tristeza melancólica que quizás no debería llamarse nostalgia, sino jeta.

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