Otras miradas

Acerca del consentimiento

Antonio Antón

Sociólogo y politólogo

Mujer sostiene un cartel del 'Sólo Sí es Sí' durante una manifestación feminista
Mujer sostiene un cartel del 'Sólo Sí es Sí' durante una manifestación feminista

Tal como detallo en un reciente libro, Feminismos. Retos y teorías (2023), existe una amplia corriente feminista que ya no se resigna ante los comportamientos machistas y la discriminación femenina, no acepta la prepotencia sexista ni los malos tratos, no normaliza los machismos cotidianos ni tampoco la desigualdad por género u opción sexual y sus estereotipos legitimadores. Esa tendencia sociopolítica y cultural de fondo, con sus altibajos, exige profundizar en un cambio cultural y relacional igualitario. En una coyuntura favorable, con este desencadenante, su expresividad ha resurgido estos años en la esfera pública. 

Tal como he analizado en otro libro, Izquierda transformadora (2024), se refuerza el feminismo y el consentimiento, como acuerdo libre e igualitario en las relaciones sexuales (y sociales en general), con una perspectiva relacional y colectiva, superando el simple deseo individual que es un motor ambiguo de las relaciones humanas. 

La experiencia feminista y progresista actual refuerza el consentimiento como criterio fundamental y complementario con el respeto relacional a los derechos humanos; se supera, así, la prioridad por el simple deseo o el interés individual expresada por una diversidad ideológica de agentes. La legitimidad de unas relaciones iguales y libres se basa en la voluntariedad de la relación, en el consentimiento mutuo. Es la gran enseñanza ética y sociopolítica de esta parte de la pugna contra las últimas agresiones sexuales, de gran trascendencia mediática, cuya masiva respuesta feminista ha constituido un ejemplo solidario para el avance cultural y de derechos. 

El criterio del consentimiento presupone voluntariedad y acuerdo y está amparado por el contractualismo entre las partes; desborda el simple individualismo, rechaza la dominación o imposición unilateral -patriarcal- en las relaciones sociales, y es superior al impulso del deseo propio y la simple voluntad individual. Hacer de ésta la primacía valorativa de una conducta correría el riesgo de ventajismo instrumental, con el desdén al aspecto principal: el consentimiento. 


Por tanto, una persona, éticamente, no es plenamente soberana para imponer a otra persona la actuación que desee o decida, ya que tiene que considerar también el consentimiento -y la voluntad- de la otra persona. Supone la prioridad de condiciones cívicas como el respeto y el reconocimiento mutuos.  

Desde ese enfoque relacional del consentimiento reflexiono ahora sobre algunas ideas aparecidas en el debate público, especialmente a partir del libro de Clara Serra, El sentido de consentir (2024), donde se abordan muchos temas de interés, aunque controvertidos. Me permito aportar algunas ideas para clarificar el sentido del consentimiento y su relación con el deseo, junto con sus fundamentos teóricos.  

Debates sobre el consentimiento 

Consentir en una relación sexual no es una receta mágica, no vale para todo. Solo, y es fundamental, vale para frenar la prepotencia acosadora patriarcal y favorecer unas relaciones voluntarias o libres (dentro de lo que cabe). El plano del placer o el deseo es otro.  


El tema del consentimiento es complejo, pero no en los valores que representa: voluntariedad, no imposición, que son claros y democráticos -y del mejor liberalismo social basado en el respeto mutuo-; aunque su aplicación a la realidad social sea complicada. No es solo ni principalmente un asunto jurídico sino, sobre todo, es una regulación del comportamiento relacional. Es decir, es una norma o pauta de conducta, basada en el respeto, la tolerancia y el reconocimiento de la otra persona, en su voluntariedad en la interacción. Por tanto, consentir es ‘relación social’, un comportamiento colectivo o un pacto relacional mutuo; aparte está el componente jurídico como garantía pública frente a la violencia machista. Tampoco se debe subsumir en lo político; pertenece, sobre todo, a la esfera de lo social (y lo cultural y ético) como comportamiento y valores cívicos.

El consentimiento no es oscuro, ni ambivalente, ni contiene proyectos autoritarios de dominación sino relaciones respetuosas y acordadas, o sea, basadas en el contractualismo voluntario, no en la imposición o el sometimiento abusivo.  

A lo que se opone el consentimiento es, por una parte, al reaccionarismo patriarcal y autoritario que impone las ventajas de poder e imposición masculino, con subordinación femenina, y, por otra parte, también al individualismo neoliberal de no reconocer o valorar a la otra persona. Y, por supuesto, se diferencia del individualismo idealista postmoderno, para el que, prácticamente, no existe el otro, no valora el componente social del individuo e infravalora la relación social, solo prioriza el ‘deseo’ individual... y lo que venga después es secundario o indiferente en el plano social y ético. Por eso choca el consentimiento, como relación social voluntaria, con el pensamiento postmoderno individualista e idealista.  


La claridad sociopolítica feminista del consentimiento ha sido masiva y se ha expresado a nivel público ante hechos como el beso no consentido de Luis Rubiales a la campeona mundial, Jenni Hermoso, o la reciente repulsa social a la violación juzgada del futbolista Dani Alves, en cuya sentencia el tribunal ha ratificado el criterio del consentimiento para valorar la violencia machista. No obstante, continúa la disputa por su significado.  

La cuestión es considerar su interdependencia o combinación para afrontar el doble plano de la libertad sexual: por un lado, el freno a la violencia machista, a la prepotencia masculina que impone su sexualidad y subordina a las mujeres; por otro lado, la expresión libre del deseo sexual de las mujeres (y colectivos LGTBI), en posiciones subalternas.  

El hilo conductor de esa posición postmoderna pretende conjugar el consentimiento con el deseo, cuestión razonable, pero siempre subordinado al segundo como bien supremo de la relación sexual, enfoque discutible. Esa jerarquización deja de lado el aspecto principal del papel del consentimiento: es una garantía conductual frente al acoso machista en defensa de la voluntariedad de la relación sexual y la capacidad de decidir de las mujeres (y de cualquier persona). No se comprende que existen dos planos diferentes, el relacional y el individual. Y si el deseo es individual, cuando se establece la relación es cuando, aparte de buscar placer y reciprocidad, entra el criterio de consentimiento para evitar la coacción machista, o sea, para delimitar si existe violencia, nada más y nada menos. Por tanto, la prioridad es la voluntariedad, no la imposición o la sumisión. Paralelamente, está el deseo y el placer. Pero no hay que confundir los dos planos o infravalorar la capacidad decisoria de las mujeres, su propia voluntad para consentir o acordar, condición básica para hablar de relación sexual; en ausencia de consentimiento, la relación se llama agresión sexual. 

Las mujeres (todas las personas) pueden no saber lo que quieren durante un proceso hasta que saben y expresan una voluntad o una decisión, el NO o el SÍ de la relación. Y la indefinición puede durar un tiempo, incluso con el deseo y el placer por distintos derroteros. Pero cuando se expresa la voluntad, del no consentimiento, prima su soberanía frente a la decisión -deseo o imposición- del otro.  

La relación entre deseo y consentimiento 

En consecuencia, es positiva la idea de conjugar consentimiento y deseo, pero respetando la prioridad de cada uno de ellos en su campo relacional e individual respectivo y frente a hechos diferentes: evitar la agresión sexual y facilitar una relación voluntaria, deseada y placentera. No es admisible una apariencia ecléctica de combinar las dos posiciones -consentimiento y deseo-, pero siempre apostando por la superioridad del segundo y la subordinación del primero, al que se critica de forma continuada a pesar de su gran apoyo social, al menos entre la mayoría del campo feminista y progresista.  

La conclusión es que el deseo (o la voluntad) individual puede ser legítimo para guiar los objetivos y prácticas sexuales, pero en el plano relacional, es decir, en la trayectoria práctica de la interdependencia con otras personas hay una condición (social, cultural y ética) feminista básica, que es la voluntariedad de ambas personas, con la concreción de un acuerdo, pacto, contrato o consentimiento, más o menos explícito, pero evidente. Por tanto, la compatibilidad entre ambos criterios la podemos establecer en la prioridad de cada uno de ellos en campos y trayectorias diferentes. Así, hay que salir del marco individualista -deseante- y comprender y actuar en el marco relacional -consentido, con buenos tratos-, en el que se puede expresar toda la diversidad sexual... excepto la agresión sexista, la imposición no consentida, cuya caracterización es ya de violencia machista, no de sexualidad libre.  

En definitiva, la prioridad del consentimiento y la voluntariedad es lo que, en un contexto relacional concreto, da sentido a una relación sexual libre y no impuesta. Es la enseñanza ética y teórica que ha proporcionado esta masiva y mediática experiencia feminista frente a la prepotencia machista.  

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