Otras miradas

Acabar con la difusión de bulos, una urgencia democrática

Pedro Silverio

Periodista y doctor en Filosofía. Acaba de publicar 'La muerte de la verdad en Democracia'

Pixabay
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"Confundir libertad de expresión con libertad de difamación es una perversión democrática de desastrosas consecuencias". Con estas palabras, el presidente Sánchez marcó uno de los grandes problemas que afrontan las democracias occidentales en la actualidad. El auge en todo el mundo de la ultraderecha, quien más ha recurrido a la propagación de bulos en los últimos años, y la cercanía de las elecciones al Parlamento Europeo nos demuestran que no se trata solo de un problema español, pero debe ser en España donde tomemos las medidas adecuadas para combatirlo.

No es que la propagación de bulos sea un invento reciente. A lo largo de la historia, la mentira como arma política para desprestigiar al oponente se ha utilizado sin ningún pudor. Pericles, el magnífico orador que gobernó la Atenas más próspera, gozaba de una fama intachable entre sus conciudadanos, y por eso sus rivales ponían rumores en circulación atacando la fama de Aspasia de Mileto, la madre de su hijo, acusándola de prostitución y concubinato. El patriarcado siempre tan original. La propia independencia de EEUU arranca con el episodio conocido como la Masacre de Boston, un enfrentamiento entre soldados ingleses y colonos que acabó con cinco colonos muertos y que, sin embargo, en aquel momento se tildó como masacre y carnicería para insuflar los ánimos independentistas y pintar a las tropas inglesas como despiadadas asesinas. 

En nuestros días, también está siendo habitual. La entrada de España en la por entonces Comunidad Económica Europea fue liderada por Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores del primer gobierno de Felipe González. La oposición le reconoció su mérito haciéndole protagonista de una multitud de chistes en los que se dudaba de la capacidad intelectual del hombre que logró el uso compartido de las bases militares estadounidenses en suelo patrio, abrió la verja de Gibraltar y dejó a España a las puertas de la integración europea. No fue el único que sufrió los rumores malintencionados. Felipe González, según contaban las malas lenguas por los mentideros de la corte, estaba adquiriendo grandes extensiones de terreno y negocios de todo tipo en Venezuela merced a su amistad con Carlos Andrés Pérez, presidente del país y que todo se sabría cuando abandonase La Moncloa.

Cuatro décadas después aún se siguen esperando pruebas de tal enriquecimiento. A finales de los años 90, José María Aznar tenía tiempo para tener romances con periodistas y actrices españolas (otra vez, el patriarcado tan original) que ponían en duda su defensa de la familia tradicional católica. Los siguientes bulos se centraron en la llegada de José Luis Rodríguez Zapatero al poder. No fue el resultado de una mala gestión del gobierno de Aznar de los atentados del 11M, sino una suerte de confabulación entre una parte del CNI, los servicios secretos marroquíes y ETA para derrocar al gobierno del PP e instalar a un socialista en la Moncloa. Una jugada que ya sabemos cómo le salió a la banda abertzale con su disolución años después sin lograr sus objetivos: ni siquiera la unión entre Euskadi y Navarra que ya recoge la constitución española como posibilidad en su disposición transitoria cuarta.  

La propagación de bulos y mentiras forma parte de la democracia, pero hasta ahora su capacidad de alcance era mucho menor. En los últimos 10-15 años, la revolución tecnológica que han supuesto las redes sociales y la propagación de las plataformas tecnológicas de comunicación ha dado paso a una jungla comunicativa en la que todo vale y ya no hay códigos deontológicos, ni implícitos ni explícitos, que pongan coto a esta ristra de difamaciones.

El primer episodio significativo lo vimos en las elecciones de 2016 en EEUU con el enfrentamiento entre Donald Trump y Hillary Clinton.  La filtración de los correos del jefe de gabinete de la candidata demócrata permitió que la simple celebración de un cumpleaños infantil fuera transformada en una orgía pederasta plagada de rituales satánicos con los principales dirigentes demócratas como protagonistas. Esta alocada teoría se propagó por Twitter y foros como Reddit semanas antes de la cita electoral. El culmen fue la incursión de un justiciero que condujo cinco horas armado con un rifle hasta llegar a la pizzería Comet Ping Pong de Washington dispuesto a liberar a los niños víctimas de abusos sexuales que estaban prisioneros en el patio trasero del restaurante familiar.  

En estos ocho años, la propagación de bulos se ha perfeccionado, aunque en algunos casos hayan llegado a sostener teorías incompatibles con cualquier signo de inteligencia humana. Hemos visto vídeos que demostraban que las vacunas contra el COVID-19 introducían microchips en nuestro cuerpo y permitían que las cucharillas que doblaba Uri Gueller ahora se quedasen pegadas a nuestros brazos. O la demostración de que, pese a que las calles de Madrid estaban repletas de nieve durante la tormenta Filomena, alguien quemaba algo parecido a unos copos de nieve y no se derretían, prueba evidente de que nos engañaban y no había nevado.  

Pero no solo son vídeos inofensivos que recibimos en nuestro chat familiar o de amigos de Whatsapp. Ahora las mentiras ya no se publican en un foro con mínima audiencia. Es mucho más efectivo que sea un medio de comunicación el que publique una información, independientemente de que no se contraste ninguna fuente y que esté plagado de insinuaciones veladas y medias verdades sin probar. Rápidamente, ese titular será replicado por miles de cuentas en redes sociales, la mayoría bots, que servirán para justificar que el tema está en boca de todo el mundo y que es imposible no reaccionar ante tamaño escándalo.

Los tertulianos de parte se harán eco en sus intervenciones en radio y televisión y en las tribunas de oradores de ayuntamientos, parlamentos autonómicos y Congreso de los Diputados se aludirá al enésimo escándalo que debe atravesar la democracia española y ante el que es prioritario reaccionar "porque la ciudadanía no aguanta más".  

Aquí cabría aludir a la profesionalidad de los medios de comunicación para no entrar en este juego de ser meras correas de transmisión de los intereses políticos sin importarles su servicio público de información. Y este es el asunto central de la cuestión. Los medios de comunicación cada vez son menos independientes económicamente.

Los modelos de negocio tradicionales se han venido abajo en la era digital y la economía de la atención en la que hemos caído hace que las informaciones de este periódico y de cualquier medio compitan con el scroll infinito de vídeos en tiktok, de reels en Instagram, de posts en X, con las miles de series, películas y documentales disponibles en las plataformas de streaming, con las horas y horas de podcast de entretenimiento, ficción, análisis...  y leer e informarse es monótono cuando además nuestros sesgos psicológicos nos refuerzan en nuestra idea de que los adversarios son muy malos y que los nuestros son los mejores.  

La publicidad institucional surge como la gran salvación para cualquier medio. Y no solo eso, sino una herramienta de control y direccionamiento por parte de las administraciones públicas, que año tras año se convierten en el principal anunciante. Las campañas de grandes empresas y entidades públicas como Loterías y Apuestas del Estado o la DGT pueden suponer una salvación o condena para medios de pequeña entidad. Y no es solo el estado. Las administraciones locales y autonómicas son también grandes jugadoras en este panorama.

Baste solo un ejemplo. En 2023, el Ayuntamiento de Madrid regó con miles de euros al grupo EsRadio/Libertad Digital, a OK Diario, a The Objective, a Periodista Digital, a El Debate o incluso al canal de Youtube Estado de Alarma. Por el contrario, Público (por poner un ejemplo) no recibió ni un céntimo. No hay ningún criterio de audiencia que justifique medidas tan arbitrarias. Ahora imaginen la situación en un medio de provincias que no ataca a un ayuntamiento de distinto signo político al que controla la diputación provincial y el gobierno autonómico. 

En su intervención de este lunes, el presidente Sánchez pidió abrir una reflexión de la sociedad civil para evitar que estos males acaben con nuestra democracia. Es necesario y como tal, en los próximos días deberíamos ver propuestas por parte de partidos políticos y representantes de la sociedad civil para no seguir profundizando estos errores que solo degradan la credibilidad de las instituciones que vertebran las democracias liberales.

En ese sentido, es urgente definir qué es periodismo e información y qué no lo es, del mismo modo que lo hacen países como Francia, Alemania e Italia y a cuyos gobiernos nadie acusaría de intervenir en la independencia de los medios de comunicación. Del mismo modo, que la producción farmacéutica esta vigilada y reglada en aras de salvaguardar la salud de la población, hay que actuar de manera parecida para que la Opinión Publica no enferme. Así, la creación de un Consejo de Medios independiente formado por profesionales, representantes de la academia e intelectuales que juzguen la labor de los medios desde una perspectiva ética es imperativo para mantener a salvo la salud de nuestra esfera de opinión pública.

Igualmente, sería muy interesante que toda la inversión en publicidad por parte de las administraciones y empresas públicas estuviera alejada del control de los gobiernos de turno, de forma que no fuera posible la intervención directa desde los ministerios, gobiernos autonómicos, diputaciones provinciales o entidades locales en los medios de comunicación. 

Con estas medidas, no impediremos que alguien siga inventándose mentiras una tras otra para acabar con la credibilidad de un rival político, pero al menos no contribuiremos a que decenas de páginas webs y altavoces financiados con el dinero de todos nosotros intoxiquen el debate público esparciendo sus mentiras, de forma que éstas vuelvan a los pequeños reductos de corrillo de amigotes o sobremesa de pacharanes. La libertad de información no es un derecho de los profesionales de la comunicación, sino de la ciudadanía que debe conocer los entresijos de las actuaciones políticas y empresariales y las consecuencias que se derivan de cada una. Si entre todas no la cuidamos, terminaremos lamentándolo mucho.  

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