A finales de septiembre del año pasado viajé a Ibiza para presentar Vivir peor que nuestros padres (2023) y, enseguida noté que, a la generosidad de las personas que me alojaron, se adhería una queja amarga materializada en una suerte de duelo por el territorio que iban, poco a poco, perdiendo. Yates, playas abarrotadas, bares otrora para autóctonos que habían sido transformados en pubs orientados al ocio extranjero –multiplicando así los precios– y, sobre todo, el desafío inmenso de encontrar un alquiler asequible o, de haberlo hallado, mantenerlo a largo plazo eran los temas sobre los que giraban las conversaciones de unos isleños a los que se privaba asimismo de tejido cultural o de profesionales médicos. Pronto descubrí que la escasa calma de aquel paraje cada vez más vacío de vecinos se producía, si acaso, a partir de la fecha oficial del cierre de discotecas, en octubre, y me horrorizó tanto la idea de que las dinámicas sociales, los vínculos normalmente desarrollados entre personas que comparten un barrio, e incluso las posibilidades de hablar la propia lengua –el catalán– dependiesen del capricho empresarial asociado a los clubs nocturnos, que regresé del periplo con un sabor agridulce: por una parte, admiraba profundamente la resistencia de quienes me habían abierto las puertas de una casa cuya habitabilidad se tambaleaba; por otra, intuía la derrota casi inmediata frente a las fuerzas corrosivas del turismo.
Meses después, he leído la historia de una enfermera, trabajadora fija en ese mismo enclave balear, incapaz de costearse una vivienda; de gentes que subsisten en furgonetas, protagonizando su particular película Nomadland. He sabido de protestas acaecidas en distintas localidades insulares, y en Lavapiés (Madrid). Además, he contemplado fotos virales de acciones disidentes como untar de pegamento las cerraduras codificadas de algunos apartamentos turísticos, siendo su proliferación, en buena medida, la causa de que la población oriunda se vea obligada a abandonar los lugares de origen porque la desaparición del comercio útil a la vida –supermercados, ferreterías, librerías– y de un techo bajo el que construir un proyecto familiar, profesional, los torna no aptos para ser residentes, los expulsa, cuando no los explota al servicio del forastero y su tarjeta de crédito. La panacea económica elevada por el franquismo y perpetuada por la democracia, primero manifiesta en hundir paraísos naturales bajo moles hoteleras de cemento armado, como tanto criticara Rafael Chirbes, ha ido expandiendo sus fauces por toda la Península, devorando en zonas urbanas a los mismos que, en ocasiones, defendieron ese desarrollismo identificado como progreso. Sin embargo, basta sumergirse en las páginas de una crónica tan lúcida como Verano sin vacaciones (2023), de Ana Geranios, las memorias de una empleada de la hostelería, para darnos cuenta de que ese modelo se nutre de la precarización masiva, la gentrificación y el daño medioambiental, llenando sólo los bolsillos de una minoría.
Las movilizaciones en contra constituyen el intento desesperado de frenar la máquina allí donde ésta choca con unas condiciones vitales dignas negadas; más allá, reflejan el agotamiento de un paradigma que, en nuestro país, esconde mucho de pelotazo y corrupción, de venta de suelo en un sentido tan literal como simbólico. Si el filósofo Bruno Latour hablaba de una tierra que se desmoronaba bajo nuestros pies, dejándonos suspendidos, Marc Augé teorizó otro desvanecimiento de los espacios, aquél que sucede cuando éstos mutan en no-lugares: topografías hueras y uniformes predispuestas a la transacción financiera y el despojamiento de la subjetividad, como pueden ser un centro comercial o un aeropuerto. Se trata de las dos caras de la misma moneda: la arena de la costa cediendo frente al ladrillo y el barrio convertido en parque temático. En mitad de la demolición, otro ingrediente, bastante más polémico, aparece: el hecho de que los cuerpos ajados por el trabajo y los sueldos miserables reclaman, a su vez, la parcela de ocio que los libere de quehaceres y los transporte a un sitio mejor, sobre el cual poder extender una tumbona y olvidar cotidianidades, muchas veces, indeseables. Por eso criticar el turismo se vuelve un arma de doble filo: no quedan ya más rincones que perimetrar, tasar, mercantilizar, el torrente demoledor ha llegado a nuestros portales, pero es que ese mismo torrente económico quizá también empuje a querer huir.
Tal vez habría que comenzar a pensar en sociedades amables que eviten tales movimientos centrífugos; en garantizar derechos básicos como la vivienda y la tierra que pisamos; en labrar un suelo fértil del que no apetezca marchar porque se encuentre plagado de vínculos afectivos y belleza; en regular una actividad que se ha demostrado sobradamente nociva a partir de criterios anclados a la justicia social y fiscal; y en forjar maneras de ampliar el tiempo libre sin que éste sea reconducido, una vez más, a alimentar masivamente la máquina que nos devora.
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