Otras miradas

La trinchera discursiva del PP

María Márquez Guerrero

Universidad de Sevilla 

María Márquez Guerrero
Universidad de Sevilla 

La moción de censura de Podemos al Gobierno de Cristina Cifuentes se ha visto reducida a anécdota. Invisibilizada por los medios, cuando no caricaturizada ya antes de celebrarse, se la ha presentado interesadamente como show, circo, espectáculo mediático... La misma presidenta de la Comunidad de Madrid, sobradamente confiada en su victoria, la definía  como una muestra más de "la política espectáculo"  que Podemos habría desplegado en ocasiones anteriores, y que ahora se materializaba en "las mociones de censura, que no tienen posibilidad de salir adelante pero que les permiten tener espacio mediático". Quizás para no otorgarles el espacio y el tiempo que institucionalmente están garantizados a quienes presentan una moción de censura, se ocuparon en diseñar una estrategia que enfangara el debate, obstaculizándolo mediante una interpretación oportunista del  Reglamento de la Cámara, o a través de estrategias discursivas tales como el uso de un tono tabernario, que llegó a la violencia verbal denigrando a sus adversarios con acusaciones e insultos directos, todo ello incompatible con un enfrentamiento dialéctico de altura.

Los casos de corrupción, ya lo dice Rajoy, no pasan de ser más que referencias banales, chismes. Quizás para que no conociéramos esos pequeños "detalles" o "casos aislados" del Gobierno de la Comunidad de Madrid, la presidenta de la Asamblea, Paloma Adrados, en lo que la oposición ha considerado un ejercicio de filibusterismo descarado,  retorció el Reglamento dándoles la palabra a todos los Consejeros del Gobierno (artículo 113.6), hecho que rompió el debate reventando literalmente la moción de censura. Según los miembros de la oposición, este artículo, que efectivamente permite a los miembros  del Consejo de Gobierno participar en los debates "siempre que lo soliciten", no es de aplicación en el caso de una  moción de censura, iniciativa regulada por otro capítulo diferente del reglamento. Pero, aparte del obstruccionismo parlamentario, los miembros del PP utilizaron otras trincheras poco dignas, como el silencio de la Presidenta, que no se dignó a tomar la palabra, no responsabilizándose así directamente de las acciones de su gobierno, hecho al que ya nos tiene muy acostumbrados el PP con su estrategia favorita del "dejar pasar sin inmutarse": Eso, y ya tal..., y de aquí a unos meses, todos rubios.

Los que sí intervinieron, lo hicieron utilizando, no ya la descortesía parlamentaria, sino la pura violencia verbal, hecho tanto más grave cuanto que deja en indefensión a quien la recibe dentro de una Cámara donde se goza de aforamiento: "pederastas", "narcotraficantes", colaboradores con regímenes antidemocráticos, o "comunistas" (¡ojo, como insulto en boca de "demócratas), entre otras perlas. Especialmente ofensiva fue la alusión al olor a piña colada, por  las  connotaciones que despierta, no ya en relación con las hipotéticas colaboraciones con Venezuela y Cuba, sino con el supuesto olor que exhalan los militantes de Podemos, que parece ser que detectan  y detestan sus señorías populares. Hasta se hizo referencia a la edad de la candidata, una "señorita" que aprovechaba la ocasión para "ponerse de largo" a destiempo y sin las habilidades necesarias ("muy cortita de ideas y de programa"). Para los políticos del PP no solo es un insulto ser comunista; al parecer, ser mujer es también, de por sí,  un demérito. De este modo, los populares, que tan duramente criticaban las "estrategias" y el  "espectáculo" de los miembros de Podemos, utilizaron las falacias más burdas, las argucias más bajas para enturbiar el debate, dando finalmente un espectáculo bochornoso de vieja y baja política, de machismo y zafiedad, de estilo tabernario.

La tensión dialéctica es propia de los enfrentamientos políticos. Ya la retórica clásica contaba con ella en la definición del discurso deliberativo, considerado como dubium, pues versa sobre un hecho del que no se posee una certeza indiscutible; de ahí, que el tema pueda ser tratado desde diferentes y antagónicos puntos de vista. Por tanto, hay siempre una tensión que se deriva de la existencia de dos partes que "hablan" sobre el mismo asunto en sentido contrapuesto. La metáfora del combate se hace visible en la propia terminología para designar las partes del discurso. Así,  a la exposición de las diferentes posturas en la Introducción, se le dio  el nombre de status, término tomado del boxeo, que hace referencia a la posición de ambos contrincantes justo en el momento antes de iniciarse el combate.

Sin embargo, del mismo modo que se presuponía la tensión, se esperaba que, a través de la presentación rigurosa de una serie de pruebas, alguna de las partes lograría persuadir al auditorio a favor de su causa (probatio) o en contra de la causa contraria (refutatio).  La retórica vigilaba  el rigor de una argumentación sólida y veraz, y controlaba incluso la expresión misma de las  emociones. Huir del tema de debate (aversio) tratando cuestiones marginales, no responder a las cuestiones planteadas, o utilizar falacias, como los argumenta ad personam eran indicios de una pésima actuación discursiva, que revelaba fragilidad en la argumentación, y, por tanto, la debilidad de un orador, predispuesto, por todo ello, a perder su causa.

Si la tensión es natural, tampoco la descortesía es un fenómeno extraño en el discurso político. Si bien, en los debates parlamentarios, no rigen las mismas reglas de cortesía que regulan nuestros contactos cotidianos, donde hemos de proteger tanto nuestra imagen como la de los interlocutores de todo tipo de violencia verbal que pueda poner en peligro el encuentro comunicativo, amenazando con ello la continuidad de las relaciones. Pero ese delicado equilibrio, propio de nuestras conversaciones cotidianas, no tiene lugar en el Parlamento, donde las relaciones, fijadas, institucionalizadas, no amenazan con romperse por ningún tipo de actuación más o menos descortés. Es más, la descortesía puede llegar a estar muy valorada, pues una cierta agresividad hacia el adversario puede funcionar como marca de identidad muy rentable electoralmente.

Por tanto, lo criticable en la moción de censura de  ayer no es la natural tensión dialéctica o la descortesía, ni siquiera la violencia verbal en sí misma, o los insultos –que pueden llegar a ser objetos de pena o de risa- sino la falta de respeto que supone hacia los ciudadanos el hecho de que, por variados recursos, se impida el debate, se oculte el tema que constituye la causa de la moción, no se dé la oportunidad a la oposición de hacer una crítica razonada, apoyada en hechos  objetivos, y no tome la palabra el Gobierno para explicar, aclarar y defender los hechos de los que se le acusa como máximo responsable.

En el contexto de este espectáculo lamentable, el éxito de Cifuentes  se asemeja a una victoria pírrica, pues su estrategia ha dejado al descubierto el comportamiento de los políticos del PP: representantes sin verdadera intención de debatir en profundidad un tema de enorme relevancia social. Además, el hecho de no tratarlo presupone que son incapaces de defender sus posturas. Quizás por eso, se dedicaron a enturbiar el pozo de modo que no pudiera verse el fondo de las cosas. Oradores, al fin, carentes de la altura política y de la talla ética necesaria para desarrollar un debate a la altura que nos merecemos los ciudadanos. Quizás no han reparado en que ser respetuosos y  nobles en el trato con los adversarios no solo no los habría  debilitado, sino que los habría mostrado  como representantes con el suficiente dominio discursivo, generosos y ecuánimes, capaces de mediar y conciliar, de resolver profundos conflictos de Estado. Construir la imagen de acuerdo a estas reglas de respeto, ecuanimidad y talante democrático habría sido la "prueba ética" más inteligente para alcanzar la adhesión hacia su causa.

Pero  no fue así, por  eso, en el debate de ayer ni la victoria fue tan  clara, ni la derrota puede ser considerada  definitiva. Por ahora, #Podemosnopuede en solitario limpiar toda la corrupción escondida durante años en la Comunidad de Madrid. Ha fallado la aplicación rigurosa e imparcial de las normas que garantizan un debate de Estado; y, ciertamente, no contábamos con apoyos suficientes para expulsar al PP del Gobierno. Sin embargo, la derrota no es, ni mucho menos, definitiva. En este contexto tan falto de altura y de honestidad política, parecen muy oportunas las palabras de Pessoa: "Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de la victoria".

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