Andrea Momoitio
Periodista remasterizada y coordinadora de @pikaramagazine
Este texto va a ser difícil de escribir. Los medios se han hecho eco estos días de la noticia: "El parricida de Moraña, primer condenado a prisión permanente revisable en España". Pensar en esas dos criaturas me genera un dolor muy grande. Iba a decir que insoportable, pero lo cierto es que somos capaces de soportar prácticamente cualquier cosa. Mi abuela suele decir que ojalá no nos dé Dios todo lo que somos capaces de aguantar.
La historia es innegablemente estremecedora. Sé que no se trata de comparar, pero a mí me estremece también ver cómo en el Estado español se acepta la cadena perpetua sin que tomemos las calles para condenar este atentado contra la democracia. La medida, aprobada en 2015, por iniciativa, obra y gracia del Partido Popular es una muestra más de cómo el sistema demócrata español no es merecedor de ese nombre. Vamos a votar cada cuatro años, como normal general, claro; pero eso que llaman la fiesta de la democracia es un guateque muy cutre. La cadena perpetua en España, en principio, sólo (sic) se aprobará en "los homicidios terroristas, los cometidos contra el Rey o el príncipe heredero y contra jefes de Estado extranjeros. También será la pena prevista para los casos de genocidio y crímenes de lesa humanidad con homicidio, así como, en el primer caso, con agresión sexual". Desde su aprobación, muchas son las voces que se han mostrado en contra, pero no ha sido suficiente.
La cadena perpetua es una medida institucional propia de regímenes totalitarios, de leyes escritas en nombre de saciar la sed de venganza de las víctimas. Es obvio que desearía algo mucho más doloroso que la prisión permanente para quien hiciera daño a mi gente, pero no se puede legislar con las entrañas. Es más, quienes han aprobado tal aberración no lo hacen para calmar el dolor de nadie sino para generar más, para adoctrinar, para asustar, para desmovilizar. Empezar llevando a prisión a un parricida es una estrategia de marketing brillante para convencer a la ciudadanía de lo positivo de unas medidas punitivas que atentan contra las bases de la democracia. No, nadie, nunca, bajo ningún concepto debe morir en prisión. Nadie. Nunca. No me cabe duda si lo razono, pero me entran todas si empatizo con las víctimas. ¿Cómo no va a querer la familia de Marta del Castillo que se pudran en prisión los asesinos de su hija? Querrán algo incluso peor para ellos, pero ¿cómo podemos defenderlo quienes creemos en la justicia y en los Derechos Humanos? Empatizar no puede ser sinónimo de justificar.
Cito de memoria a Pepe Rei en su libro Carabanchel: "Las cárceles están pensadas para pobres y los ricos son una excéntrica excepción". La experta en criminología feminista Lohitzune Zuloaga explicaba en un artículo para Pikara Magazine que es imprescindible recordar que "las cárceles no son un reflejo de la realidad criminal, sino de la política criminal que se practica". Zuloaga alegaba también que desde la criminología son muchas las líneas de investigación que están abiertas para tratar de explicar por qué las personas cometemos delitos. En un primer vistazo a la situación actual no me resulta descabellado intuir que muchos de los delitos que se cometen responden a problemas estructurales (políticos y socioeconómicos) o psiquiátricos. Se roba porque este mundo de pobres y ricos es insostenible, porque unas nacemos con el mundo ante nuestros pies y otras, con el mundo sobre los hombros, porque a algunas nos han hablado de muchas opciones y otras no tienen ninguna, porque el éxito se mide en términos económicos; a mujeres y niñas nos violan y asesinan porque a los hombres se les educa con esa opción: ese es el patrón; se trafica con drogas para satisfacer la demanda de silencio, paz y calma de muchas de las personas que las consumen, para llegar al mes siguiente, para alimentar a criaturas.
En un contexto como el actual resulta muy utópico y lejano pensar en el cierre de las prisiones y ante las propuestas abolicionistas, la pregunta suele ser siempre la misma: "Vale, ¿y qué hacemos con ellos?". En primer lugar, romper esa dicotomía de ellos/nosotros. Xosé Tarrío, en su maravilloso Huye, hombre, huye. Diario de un preso FIES, señala en varias ocasiones lo cerca que estamos todas de las prisiones, por mucho que se construyan lejos de nuestra mirada y nos parezcan una opción remota, una opción de los otros. Esto, además, toma más sentido que nunca ahora, en un contexto de criminalización de la protesta. Acabar en la cárcel es una posibilidad en la que cada vez cabemos más porque nunca han sido lugares para condenar las actitudes que rechazamos moralmente como sociedad, sino para preservar los intereses de los gobernantes. En segundo lugar, la pregunta que deberíamos hacernos con más ahínco es: ¿Qué sociedad queremos construir? ¿Con qué mundo soñamos? ¿Con uno que se base en la venganza y en el castigo? ¿En el ojo por ojo? La cárcel no es suficiente para lograr la justicia, reparación y reconocimiento que se merecen las víctimas, no garantiza la no repetición ni resulta una opción educativa para el resto. David Oubel va a pasar el resto de su vida en la cárcel, ¿en qué se diferencia esa solución de la pena de muerte? ¿Acaso que él nunca vuelva a ser libre garantiza que la familia de sus hijas pueda volver a serlo? Abogamos con demasiada facilidad por la prisión para quienes cometen actos que nos repugnan (¡Que se pudran en la cárcel!), pero desear la oscuridad, la tortura o la pena de muerte no nos convierte en mejores personas. Nos aleja de los otros mundos que son posibles, de los Derechos Humanos, de la democracia, de la construcción comunitaria de una moral compartida. Empecemos educando de otra manera a las más pequeñas, paremos los pies a los políticos y banqueros que en nuestro nombre no sólo nos condenan a la cárcel, sentemos las bases del mundo con el que soñamos para que sean los niños y niñas de hoy, cuando sea posible, quienes derriben con sus manos todas las prisiones.
Comentarios
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