Otras miradas

Las tribulaciones de Arturo

Oti Corona

Profesora de Primaria en la escuela pública

Un obrero durante la construcción de una obra en Madrid (España). -EDUARDO PARRA / Europa Press
Un obrero durante la construcción de una obra en Madrid (España). -EDUARDO PARRA / Europa Press

—Tú no vayas a decir nada de que eres mi empleado, ¿estamos?

El muchacho, con el gesto contraído de dolor, asiente. Nota como si el pie se le hubiera hecho papilla, como si huesos, músculos, cartílagos y piel se hubieran fundido en una masa uniforme.

Cuando el celador se acerca para entrar la camilla en la consulta, el jefe ha desaparecido.

Arturo, de camino al despacho, se pregunta si el chaval llegará a darle problemas. Es el típico listillo que exigió contrato y equipo de seguridad en cuanto se vio frente al andamio. Pero ya se ocupará luego de eso; la prioridad es conseguir a alguien en su lugar, y tiene que ser de inmediato porque el dueño de la casa se impacienta; no entiende que este tipo de reformas necesitan su tiempo, y más hoy en día, cuando es casi imposible dar con gente capacitada. Un persistente bocinazo le saca de sus tribulaciones; es el conductor que viene de cara, aterrorizado al ver cómo el coche de Arturo adelanta en continua. Le resultan graciosos estos meapilas que siguen las normas aunque sean inútiles, así que responde con su claxon y un corte de mangas cuando los vehículos se cruzan.


—¡Jódete, gilipollas, que esta continua no pinta nada en dos kilómetros de recta! —grita.

La oficina está hecha un desastre. Se le acumula el papeleo sobre la mesa y, mientras rebusca entre los currículums, maldice a su mujer, que se niega a participar en el negocio familiar. Él le ha explicado el sinsentido de trabajar como administrativa en una firma de electrodomésticos cuando podría efectuar las mismas tareas en su empresa, pero lleva una temporada demasiado cabezota y no hay forma de razonar con ella.

—Bueno, pues otro Mohamed —farfulla, cuando por fin da con un currículum adecuado para el puesto.

A él le gusta contratar mano de obra española y que el dinero se quede en el país. Sin embargo, últimamente resulta complicado. La juventud está muy malacostumbrada, no aguantan en el tajo y con este panorama no queda más remedio que emplear moros de vez en cuando. «Hola, Abdul», escribe. «Soy el de la constructora. Busco un obrero para incorporación inmediata. Es una semana de prueba y después te doy de alta a media jornada por lo que dure la obra, calcula mes y medio».

Prende un cigarro y se dedica a poner orden en los documentos y a organizar la parte económica hasta que le interrumpe una llamada de teléfono.

—¿El señor Arturo?

—Sí, dígame.

—Aquí el padre de Pedro, el chico que ha sufrido un accidente esta mañana.

—Ah. Justo ahora pensaba llamarle. ¿Cómo se encuentra? —contesta, incapaz de disimular su sobresalto.

—¿Cómo se encuentra? ¿A usted cómo le parece que puede estar un crío al que le ha caído un palé de tochos en el empeine?

—Espero que no haya sido grave.

—Esperará lo que sea, pero ha dejado a mi hijo tirado en el hospital como a un perro.

—Le he acompañado al hospital y lo he dejado bajo el cuidado del personal médico. Yo más no puedo hacer, entiéndame.

—Eso habrá que verlo. ¿Dónde está su contrato laboral?

—Él no trabajaba para mí todavía. Vino voluntariamente la semana pasada a probar cómo es el mundo de la construcción —esa excusa le había resultado útil en el pasado, aunque nunca había tenido un percance de gravedad.

—Sin seguro y sin calzado de protección. No se preocupe, que en breve recibirá un requerimiento judicial.

El hombre cuelga con brusquedad. Arturo se lleva las manos a la cabeza; le podría caer una buena por esto. Llama repetidas veces al número que ha quedado grabado en su teléfono pero no obtiene respuesta.

Cuando llega a casa, coincide con su hijo y la novia de este en el portal. Mantiene una relación difícil con el joven. Su madre lo ha convertido en uno de esos niñatos pusilánimes que él tanto desprecia.

—¿Hoy no salís? —pregunta.

—Sí, ahora. Es que acabo de llegar de terapia —responde su hijo.

Arturo no puede evitar una risa sarcástica.

—¿Terapia? A ti te iba a dar yo terapia.

Su novia interviene, en un intento por detener una nueva discusión entre ambos:

—Venga, suegro. Déjalo. Volveremos dentro de un rato. Nos vamos a la concentración por el asesinato machista de ayer.

—Lo que me faltaba para una jornada redonda —replica, alterado—. Avisadme cuando os manifestéis por los que se matan en la construcción o en accidente de tráfico. O por los suicidios. De los hombres que se suicidan no os acordáis jamás las feministas.

Los jóvenes dan media vuelta y se alejan sin responderle. Arturo, ya en el ascensor, cuenta en su calendario del móvil los días que faltan para las próximas elecciones. Tiene ganas de votar a alguien que termine con este sindiós.

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