Otras miradas

Nada más que jóvenes

Israel Merino

'La fuente de eterna juventud', de Lucas Cranach el Viejo. / Gemäldegalerie
'La fuente de eterna juventud', de Lucas Cranach el Viejo. / Gemäldegalerie

Nos atan a la vida certezas y esperanzas, pero los jóvenes las hemos perdido todas. Ahora, nuestra única esperanza es seguir siendo jóvenes durante mucho más tiempo.   

Al principio de Yojimbo, quizá la película más corta del inmenso Akira Kurosawa, hay una escena que pretende ser muy noble y solemne, pero que a mí me hace un poco de gracia. 

En ella, se puede ver cómo de una casa de labriegos de la Japón feudal del siglo XIX, huye un joven, con su kimono tradicional arropándole y su espada bien peinada en el cinturón, argumentando a su padre que quiere huir de la vida aburrida del hogar para aprovechar su juventud y hacerse jugador profesional.  

El patriarca, cabreado desde la prudencia, le grita que está loco, que va a conseguir que lo maten y que mucho mejor quedarse en casa asegurando su futuro gracias a la vida del granjero, a lo que el chaval le responde con un rotundo «¿quién quiere tener una vida larga y solo comer gachas?».  

La juventud mola porque te da por hacer lo que venden como locuras, pero en verdad son goces. Desde siempre, el pibe joven, insensato e incauto ha vivido vacilando a la solemnidad y lo serio; riéndose de la muerte y del futuro y de los padres; pisando un poco más duro en el acelerador en busca de la incontestabilidad y la coña. A nuestra corta edad, canta el trapero argentino Wos, la vida es una obviedad, por lo que deberíamos comportarnos en ella con esa certeza. Sin embargo, esto se ha acabado.  

Siempre hemos crecido, me da igual si esto es una mentira neoliberal o una verdad incontestable, con el runrún tras la oreja de que el tiempo y el entusiasmo lo solucionan todo –cultura del esfuerzo, lo llaman los pibes. Trabajando mucho, decían, íbamos a conseguir nuestros objetivos; estudiando duro, un futuro mejor. Ahora, todo eso se ha ido al garete y por primera vez en muchísimos años de historia vamos a vivir no sé si peor que nuestros padres, pero desde luego que con menos certezas. 

Algunos dicen que el ascensor social ha colapsado; otros, que nunca ha funcionado de verdad, pero que por fin nos estamos dando cuenta todos. La cosa es que no hay futuro alguno, más allá de comportarnos como jóvenes eternamente.  

Lo que antes llamaban precariedad juvenil es ahora pobreza; lo que antes decían que era temporal, que se podía arreglar con el tiempo –aunque, repito, en la mayoría de los casos fuera una vil mentira aspiracional–, ahora es endémico.  

Ya no tenemos ninguna esperanza en dejar de compartir piso, o quizá en empezar a vivir en uno que no tenga más humedades que una ducha en invierno; sabemos que no vamos a poder pagar uno jamás, que no vamos a poder ahorrar para una entrada y que estamos condenados a un alquiler prohibitivo que nos reviente todas nuestras esperanzas hasta el día de nuestra muerte. Vivimos sin ningún atisbo de mejora, de que las cosas se puedan solucionar, de que podamos arreglar lo roto. 

Antes, decían que era normal no tener un céntimo siendo joven, que esta es una época donde no pasa nada por ser pobre –de la romantización de esta mierda hablamos otro día, si queréis– y que no teníamos que hacer otra cosa más que disfrutar y trabajar para, quizá mañana, poder comer caliente y pagarnos tres sartenes antiadherentes.  

Ahora, somos plenamente conscientes de que esto no tiene solución, de que nos vamos a quedar así. Siendo jóvenes, estamos muertos en vida, carcomidos por la justificadísima ansiedad de que la cosa está mal –muy mal, de hecho– y aquí solo prospera quien hereda.  

Me pregunto qué será de mí dentro de cinco, quizá diez años, cuando no sea tan joven y no tenga tanta energía y quizá esto de la precariedad (o sea, pobreza) no sea tan llevable: ¿volveré a casa de mis padres a ser granjero y comer gachas a diario? Lo dudo mucho, pues tampoco creo que queden gachas ahí.  

En nuestro horizonte, no hay más que ruido de sables y de infiernos climáticos y de futuros destrozados en los que la esperanza no llega; no sabemos si porque ha muerto de sed o la han asesinado a puñetazos. La cosa es que sin ella es imposible levantarse de la cama. Al menos, yo no puedo . 

Vivimos sin fe, sin nada, con dos únicas certezas: que somos jóvenes, pero que algún día también dejaremos de serlo. 

Y ese día, terminaremos de perderlo todo.  

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