Otras miradas

En automático

Israel Merino

Hemos aprendido lo que es la ansiedad, pero todavía no sabemos cómo remediarla. - Pixabay
Hemos aprendido lo que es la ansiedad, pero todavía no sabemos cómo remediarla. - Pixabay

No hay tiempo para lamentarse o parar cuando todo se ve negro; la única opción es apretar más y más fuerte hasta partir el acelerador.

No soy el único que tiene ansiedad, este mal es endémico. Los malos arúspices aseguran que es una enfermedad –¿es una enfermedad?– nueva, posmoderna y bandera de estos tiempos; pero estoy seguro de que no es así.

La ansiedad lleva con nosotros desde que el mundo es mundo y, no sé, los cratercitos de los volcanes empezaban a acoger vida como una incubadora en una sala de prematuros; desde que empezamos a escribir sobre la historia sin saber lo que era la historia y sin imaginarnos lo que vendría más tarde.

Ahora, después de tantos años, hemos entendido –y nombrado– esa cosa que se siente cuando los músculos de nuestros brazos se convierten en pimientos podridos inmóviles, cuando nuestros cerebros se estrangulan solos, como un salido en una sesión de autoasfixia erótica, y somos incapaces de pensar en nada que no sea un acantilado. Pero todavía no hemos aprendido a parar.

Cuando la ansiedad te atrapa, sientes que necesitas huir, correr, volar de la ciudad y de la vida e intentar pillar calma en algún sitio; sientes que necesitas desaparecer de donde estás para no mandarlo todo a la mierda o no estrellar el teclado del ordenador contra la pantalla o no incendiar tu coche o, qué sé yo, no escupir contra el contador de la luz de tu propio edificio. O no escribir un párrafo sin coherencia ni cohesión, como este que acabas de leer.

Personalmente, la ansiedad me viene a visitar más veces de la cuenta. Nunca sé exactamente el motivo o la razón, pero sí sé cuándo no me visita. Sé que no me visita cuando hago ciertas cosas, muy concretas e íntimas, que me hacen ver la realidad con un tono especial. Pero quitando esas ocasiones, puede venir en cualquier momento.

Cuando esto pasa, me tiro al suelo a hacer flexiones. Lo empecé a hacer hará un par de semanas, en un vano intento por quitarme el mono al dejar de fumar, y descubrí que me evadía, pero en verdad no cambiaba nada.

En la vorágine que vivimos, donde descansar es un lujo y parar una utopía, ni siquiera podemos reducir la marcha cuando la ansiedad viene a asolarnos, pues no nos lo podemos permitir. Cuando el mal ataca y las ojeras negras pesan tanto que te obligan a inclinar el cuello hasta partírtelo, no nos queda otra triste escapatoria que ponernos en modo automático y evadirnos y seguir haciéndolo más duro y más fuerte e intentando no desfallecer en el intento.

Cuando la ansiedad ataca y estoy escribiendo o corriendo entre los bloques o en una fiesta triste, no me queda otra alternativa que seguir escribiendo aun haciendo párrafos inconexos y seguir corriendo aunque las miradas de las viejos entre los bloques me parezcan cada vez más insoportables o intentar que la fiesta deje de ser triste aun sabiendo que le caigo mal a todo el mundo.

Hemos aprendido lo que es la ansiedad, pero todavía no sabemos cómo remediarla; no nos hemos ganado el derecho a liberarnos, a huir muy lejos de ella, solo a ignorarla, a hacer como si no existiera, a silenciarla, aunque siga sonando y sonando sin parar.

A lo mejor la clave no está en aprender a convivir con ella, sino en superarla. A lo mejor no nos tienen que dar herramientas para soportarla, sino para erradicarla. A lo mejor no hay que tomar lexatin o clonazepam, sino parar de una vez sin arruinarnos en el intento.

Porque, por muchos párrafos inconexos que escriba, seguirá ahí cuando le mande la columna al periódico; porque a lo mejor no me apetece nada mandarle esta columna al periódico, pero no me puedo permitir parar. Porque a lo mejor no quiero hacer más flexiones.

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