Mesopotamia, hace unos 5.000 años. Una tablilla inmortaliza la apasionada relación sexual entre dos personas del mismo sexo: el héroe babilonio Gilgamesh y su sirviente Enkidú. Siglos después, mientras se arrojaba a las adúlteras a las llamaradas de las hogueras o a las aguas turbulentas de un río, la homosexualidad masculina aún era un acto posible. Allí no escaseaban jóvenes, y al menos los hombres podían disfrutar del sexo por gozo y sin farsas.
Luego aparecieron las religiones monoteístas, fraguadas en desiertos y marcadas por la alta mortalidad de sus miembros, víctimas del hambre, de guerras por los pocos recursos y por otras calamidades. La erótica dejó de ser un inocente acto lúdico para convertirse en un vicio castigado con la muerte. Para reeducar a los licenciosos hombres de Sodoma y Gomorra, cuyas actividades carnales no contribuían a la repoblación, Dios les obsequió con una lluvia de piedras y fuego. La poliginia y el patriarcado iban de la mano con la explosión demográfica, que para los que mandan equivale a la aritmética sobre la que descansa el poder: cuanta más base, tanto más poder. Desde entonces, el control sexual forma parte del control social, esa maquinaria cada vez más sofisticada y cruel.
El miedo a la vergüenza o al castigo empuja a millones de personas, que ni siquiera tienen derecho a la abstinencia, a unirse para toda la vida con una pareja del sexo contrario a la que no pueden desear. Muchos optarán por tratamientos frustrantes, el suicidio, la huida o la doble vida.
Salir del armario es un acto reivindicativo de la libertad propia y ajena, una decisión arriesgada y no siempre recomendable. Y eso que la sexualidad, al igual que la religión, es un asunto privado.
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