Aún hay quien defiende el estatus inferior de la mujer al comparar el velo de las musulmanas con la toca de las monjas o al afirmar con frivolidad que la talla 34 es más asfixiante. Ignoran que la imposición del velo –por los estados, la tradición y siempre los hombres– va unida a normas que consideran a la mujer no sólo responsable de la falta del autocontrol sexual de no pocos varones, sino inmadura mentalmente, incapaz incluso de ser tutora de sus hijos, y necesitada de la custodia de un varón de por vida.
Judaísmo, cristianismo e islam coinciden en mantener el rol subordinado de la mujer a los intereses masculinos. Ella debe servir al hombre y a Dios, y él, con pantalones, ostentando el poder, será su dueño. Una existencia instrumental santificada, pues Dios la creó para que sirva de quietud a los hombres (El Corán, 30: 21), y el velo será la señal exterior de dicha subordinación (Biblia-Corintios 11:1-10).
Que ellas se cubran "voluntariamente" pasa por alto los complejos mecanismos de dominio y coerción (reflejados en el libro Mi marido me pega lo normal), que al combinarse con la venia divina, consiguen convertirlas en defensoras de este apartheid sexual. Si el velo dignifica, como afirman, ¿por qué sobre la cabeza de un hombre representa una terrible humillación?
La denuncia de la tiranía de la moda no debe implicar el apoyo a los símbolos de la discriminación. Ninguna mujer es azotada, encarcelada y vejada por no seguir la moda. Además, las musulmanas son de las principales consumidoras de los patrones de la estética del capitalismo globalizado.
Su belleza, junto con su decencia avalada por el pañuelo, serán sus haberes en un mercado con "marido" como único producto a canjear.
Cuando los varones representan al patrón normativo, la segregación de la mujer es socializada e incluso frivolizada por gente indocta.
Comentarios
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