Carta con respuesta

Matar a nadie

Ya sabemos el nombre del soldado que abatió el avión que pilotaba Antoine de Saint- Exupéry antes de desaparecer para siempre. El hombre tiene 88 años de remordimiento por ser él el que puso punto y final al último relato del escritor al que amaba. Ha sido un remordimiento íntimo, llevado en la más rigurosa privacidad, en el más oscuro secretismo. Muchas son las personas que pueblan el mundo con estos agujeros negros preñados de doloroso ostracismo. La clandestinidad aún campa a sus anchas. Estamos aún muy lejos de ser felices.

Mario López Sellés Madrid

Pues será muy íntimo, porque yo no he visto mucho remordimiento en Horst Rippert, que ahora dice que cree haber abatido el Lightning P-38 del francés. ¿Y por qué iba a sentirlo? No fue más que uno de sus veintiocho derribos, Rippert era piloto de guerra y no hizo otra cosa que cumplir con su deber (él mismo lo subraya). No disparó contra Saint-Exupéry, sino contra un piloto enemigo al que ni siquiera vio la cara. Imagino que sentirá el mismo remordimiento (sea poco o mucho) por haber derribado a cada uno de los otros veintisiete pilotos. ¿O quizá no? 

Lo único que me llama la atención es que ahora diga: "Yo nunca apunté contra personas y le diré más: de haber sabido que Saint-Exupéry iba en ese avión, no hubiera disparado". El enemigo nunca es una persona, alguien como nosotros. Aunque apunte a la cabeza, no está disparando contra un ser humano. Por eso en las guerras se castiga tanto la "confraternización": para evitar que los soldados se den cuenta de que el enemigo es igual que ellos. En ese caso, quizá nadie dispararía. Todos disparan contra enemigos, aunque los que mueran al final siempre sean personas, qué sorpresa. 

Lo grave es que, sólo de haber sabido que era Saint-Exupéry, no hubiera disparado. En mi opinión, ese argumento es el que contiene toda la maldad de un crimen, toda la perversión moral de las guerras. Saint-Exupéry merece vivir, es una persona, un semejante; pero, en cambio, cualquier otro francés hubiera merecido la muerte y Rippert podía disparar tan tranquilo. Si se cruza esa línea y se considera que podemos decidir que una vida humana vale más que otra, decidir quién es un ser humano y quién no, se abre una puerta por la que es fácil llegar a cualquier atrocidad. Lo terrible es que Rippert pueda permitirse no sentir remordimientos por los otros veintisiete, que quizá no escribieron libros. Siguen sin ser personas, al menos para Rippert. Eso es lo que para mí explica la inmoralidad de la guerra: no lo habría matado, si lo hubiera considerado una persona, de haber sabido que era un ser humano; pero Horst Rippert sólo consideraba personas a los enemigos cuyos libros hubiera leído. Aterrador.

 

 

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