Rosas y espinas

Clasismo y educación

Varios jóvenes entran en un aula para realizar las pruebas de acceso a la universidad del año 2022, en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. E.P./Gustavo Valiente
Varios jóvenes entran en un aula para realizar las pruebas de acceso a la universidad del año 2022, en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense de Madrid. E.P./Gustavo Valiente

Ahora que nuestros adolescentes están acudiendo en manada a cumplir con eso de la selectividad (ahora EBAU), vuelve a las redes sociales y a los medios el debate sobre la meritocracia. O sea, sobre si nuestra sociedad garantiza o no el acceso a lo más alto de los más fuertes, los más guapos y los más listos independientemente de su estrato social. Desde poco después de los presocráticos, ya nuestros más ilustres filósofos andan cavilando sobre el tema. Creo recordar que ya Aristóteles propalaba una teoría educativa que proponía que, fuera cual fuera el origen del niño, todos los bachilleres deberían recibir la misma educación, fueran hijos de puta o de condesa, de robagallinas o de ladrones de guante blanco, de herejes o sacerdotes, de líricos o prosaicos. Veinticuatro siglos después seguimos en las mismas, sin saber cómo educarnos a nosotros mismos.

Cuando escribo esto, casi medio millón de tuiteros han hecho viral un vídeo en el que un chaval ciertamente petulante se despreocupa del examen: "En este caso no me hace falta nota porque ya estoy aceptado en la privada, pero vamos a hacerlo bien hoy" [Ver].

Recuerdo, viendo este corte, aquel maravilloso vídeo del muy meritocrático ex presidente de EEUU, George W. Bush, escribiendo incorrectamente la palabra potato en un aula de alumnos de primaria. El factotum de la guerra ilegal de Irak cursó estudios en la Universidad de Yale y en la escuela de negocios de Harvard, pero la palabra potato se le hacía larga y ortográficamente inescrutable. Un arcano de piel terrosa.

Al margen de que los ricos puedan o no comprar títulos universitarios y honoris causa para sus perfumados vástagos, no veo yo en ninguna de las democracias que he conocido que hayamos alcanzado, ni de lejos, esa selección de los mejores. Entre otras cosas, porque quién somos nadie para definir al mejor y al peor. Forrest Gump es una entretenida meditación sobre este asunto.

Respecto a la igualdad de oportunidades, hace unas semanas leí en este mismo periódico un buen reportaje sobre la pobreza menstrual. O sea, sobre las mujeres que no tienen suficiente dinero para comprar los carísimos productos de higiene íntima femenina (si no me equivoco, el IVA de las compresas y tampones sigue al 10% porque nuestro gobierno progre --facción PSOE-- no lo incluye en la lista de artículos de primera necesidad). Citaba dicho artículo un informe de la ONU que aseguraba que una de cada cinco chavalas de EEUU, la nación más poderosa y educada del mundo según la propaganda, abandonan total o parcialmente los estudios por este problema. De España no tenemos tanto dato, pero es curioso que una gran multinacional como Día demuestre más sensibilidad ante este problema que nuestros socialcomunistas próceres: los días 28 de cada mes, no cobran el IVA de estos productos.

La igualdad de oportunidades no existe ni puede existir, vengo a decir con este ejemplo. Pero, coño, si nos llamamos animales racionales debemos intentarlo. Y que no haya niños que expresen su orgullo clasista abofeteando la inteligencia al decir que la selectividad se la suda, porque ya están admitidos en la privada, circunstancia que no termino de entender (¿se puede acceder a la privada sin EBAU?).

Me responde desde la memoria el estafador e hijo de estafador Rodrigo Rato: "Es el mercado, amigo".

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