Todo es posible

Halloween

Siempre he tenido manía a la fiesta de Halloween, no sólo por considerarla una imposición del marketing hollywoodiense, sino también porque detesto a los fantasmas, las ánimas del purgatorio y los cuentos de ultratumba. Por no gustarme, ni siquiera me gustan los buñuelos de viento ni los huesos de santo. Sé que en las vísperas de la festividad de los difuntos, los celtas encendían velas en las ventanas de sus casas y hogueras en las colinas para invocar la protección de sus muertos y espantar a los espíritus malignos. Es una tradición secular que los emigrantes irlandeses implantaron en tierras americanas. Pero la imposición de celebrar Halloween, con niños disfrazados de duendecillos y demonios que van por las casas pidiendo golosinas, nos llegó en la década de los ochenta, a raíz del despliegue publicitario que hicieron las distribuidoras cinematográficas estadounidenses para endosarnos un buen lote de bodrios de telefilmes de terror de serie B. Reconozco, sin embargo, que la propaganda prendió de tal manera que hoy es difícil privar a nuestros niños del capricho de los sombreros de bruja y las calabazas huecas.

A estas alturas, la cosa no tendría mayor importancia si no fuera porque la jerarquía católica ha dado la voz de alarma. El obispo de Sigüenza-Guadalajara, monseñor José Sánchez, y el secretario de la comisión episcopal de la Liturgia, el padre Joan María Canals, nos advierten de que no se trata de una fiesta inocente, pues ven en ella una conspiración anticristiana que pretende acabar con la "arraigada y beneficiosa tradición" de la festividad de los santos y de los difuntos. Eso sí que es ver fantasmas.

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