Traducción inversa

El viaje en tren

Todos los medios de viajar tienen su gracia y su desgracia. Es verano y, en consecuencia, Occidente se ha movilizado para la gran estampida. El avión soluciona el problema de las distancias largas, pero es incómodo y emocionalmente frío. El coche y la moto nos dan libertad de movimientos, aunque es un engorro no poder prescindir de ellos precisamente en vacaciones. El autobús tiene su encanto, y no obstante sólo es un coche grande. El barco es confortable y cálido –el mar nos acoge como una fabulosa piscina amniótica-, pero un infierno si no reina la calma chicha. Nos queda, por supuesto, el viaje a pie, que en España tuvo en Camilo José Cela a un eficaz propagandista y ahora mismo es Josep Maria Espinàs quien mejor representa su espíritu literario.

  Si ninguno de estos sistemas le convence, no hay duda de que usted es un viajero de trenes. El viajero de trenes es un hombre que lo confía todo a una línea recta. Conoce su punto de partida y de llegada; sabe, de alguna forma, que está montado en un vehículo que nunca dejará de circular, que allanará montañas, cruzará puentes, salvará desniveles, penetrará en túneles y le dejará, con cada parada, en medio del meollo de todo. El viajero de trenes tiene en Paul Theroux a su gran gurú.

  Si han leído ustedes El gran bazar del ferrocarril, por ejemplo,  puede que se planteen como una hipótesis excitante coger el Orient Express en París, recorrer Europa y luego atravesar Asia, desde Estanbul hasta China, y culminar su viaje en el Transiberiano.  Desde su vagón, el viajero conoce todo un mundo a un ritmo razonable, sin dejar de sorber tranquilamente un Martini.

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