Verdad Justicia Reparación

Mis recuerdos de Carlos Slepoy Prada

Por Jesús Rodríguez Barrio, miembro de La Comuna.

Conocí a Carlos Slepoy el 20 de enero de 2012, en el auditorio del Centro Cultural Zazuar, en el barrio de Santa Eugenia de Madrid. Hacía dos años que yo había participado en la fundación de una nueva asociación de represaliadas y represaliados del franquismo, La Comuna. Al día siguiente, nuestra asociación se presentaba en público mediante un acto en el IES Lope de Vega.
Resido en el barrio de Santa Eugenia desde el año 1979, el mismo año en que el exiliado Carlos Slepoy Prada se estableció en España huyendo de la dictadura argentina. Carlos llevaba viviendo en mi barrio desde hacía muchos años, pero yo no lo sabía. Y aquel día le oí hablar con voz firme y clara sobre la justicia universal y sobre la necesidad de hacer en nuestro país lo mismo que ya se estaba haciendo en Argentina: juzgar a los responsables de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura franquista.
Creo que experimenté la misma sensación que, antes y después, vivieron otras muchas personas: la seducción. Me impresionó su argumentación, pero sobre todo me sentí arrastrado por la convicción y la energía con la que se expresaba. He sentido muchas veces esa misma sensación al oírle hablar, pero nunca como aquel día.
Había ido a conocerle porque mis compañeros me habían encargado la tarea de recogerle con mi coche al día siguiente para llevarle al acto en el que se presentaba nuestra asociación, en el cual él debía participar como uno de los oradores. Me había dicho por teléfono que podríamos vernos en el auditorio. Carlos llevaba años discapacitado y se movía en una silla de ruedas, pero nunca hablaba de su historia. No le gustaba hablar sobre sí mismo: lo importante para él eran las causas por las que luchaba y su propio sufrimiento personal era algo secundario.
Al día siguiente, le oí hablar en nuestro acto de presentación, y salí con la convicción de que lo que siempre nos había parecido casi inalcanzable era realmente posible. No era una fantasía ni un simple argumento para la movilización política. La justicia de verdad era posible.
En aquella época viajó en mi coche en bastantes ocasiones y tal vez nuestras conversaciones más personales fueron las que tuvimos en aquel pequeño espacio. Fue en uno de aquellos trayectos cuando me contó cómo había terminado en una silla de ruedas. Sin darle importancia y sin la más mínima muestra de odio o resentimiento me contó cómo había empezado todo y la secuencia de complicaciones que habían ido haciendo su vida cada vez más difícil. Pero nunca quiso establecer ninguna conexión entre su propia condición de víctima y los motivos de su lucha. No luchaba por su persona, luchaba por la justicia.
Su compromiso y capacidad de sacrificio no conocían límites. No se me olvida aquel día en el que esperó a finalizar un acto de la Querella Argentina para que le llevásemos al hospital. Tenía una pierna fracturada en un accidente doméstico, pero no quiso faltar a su compromiso militante ese día. Tal vez esas sean las dos palabras que mejor puedan definir su actitud ante la vida.
Uno de los momentos más intensos que compartí con Carlos tuvo lugar el 17 de febrero de 2014, en la embajada de la República Argentina. Ese día declaré por videoconferencia ante la juez Servini, en mi condición de víctima del torturador Billy el Niño. Carlos me acompañó y su sola presencia me transmitió seguridad durante la declaración. Esa seguridad que transmitía su confianza en la razón y la justicia, la justicia de verdad.

Vivimos juntos otro momento muy especial el tres de abril de ese mismo año, cuando una representación de los querellantes asistimos en la Audiencia Nacional a la vista del procedimiento de extradición del torturador Billy el Niño. Además de Carlos nos acompañaba Ana Messutti, también abogada de nuestra causa. Y tuvimos, también, otra compañía muy especial: Nora Cortiñas, madre de la plaza de mayo y luchadora infatigable por los derechos humanos en Argentina, había cruzado el atlántico para estar junto a nosotros en ese momento especial. Estuvimos juntos el resto del día, intercambiando apoyos, emociones y complicidades en nuestra lucha común por la justicia.
Una noche en la que volvíamos juntos al barrio en un taxi (yo no había llevado coche) después de una cena de homenaje a Darío Rivas, quise pagar mi parte del viaje y me lo impidió. Mientras me miraba con una sonrisa llena de amistad, me dijo: no, Jesús, hoy te llevo yo.
Le recuerdo cantando un tango, al final de una fiesta de cumpleaños en septiembre del año pasado. La letra, como tantas veces, hablaba de la mujer fatal que lleva al hombre a la perdición. Antes de empezar, se dirigió a la audiencia pidiendo disculpas por el contenido machista de la letra de la canción. Siempre con su mirada inteligente y con esa sonrisa llena de bondad.
Compartimos muchos momentos (tal vez los mejores) sentados junto a una mesa, comiendo, tomando un café o después de un acto tomando una cerveza con los compañeros antes de irnos a casa. En esas conversaciones, siempre divertidas e interesantes, hablábamos de todo (también de fútbol, por supuesto...). Carlos no solo se preocupaba por la política o la justicia de altos vuelos, conocía perfectamente la importancia de la vida cotidiana y la necesidad de extraer conclusiones positivas incluso de las adversidades.
Dicen que los recuerdos que se conservan con más intensidad de una persona que ya no está con nosotros son los primeros y los últimos. Tal vez sea cierto porque, junto a las imágenes y las palabras de aquella noche de enero de 2012 en la que le conocí, guardo como algo especial la conversación que mantuvimos un domingo, a principios de este año, en un encuentro casual en el barrio de Santa Eugenia. Nos contó la experiencia gratificante de un viaje por los pueblos negros y rojos de la Sierra de Ayllón. Su salud ya estaba muy deteriorada y poco tiempo después se produjo su definitivo ingreso en el hospital. Pero aquel día sus ojos brillaban y su mirada transmitía optimismo e ilusión.
Esa mirada suya es, con toda seguridad, lo que mejor puede representar su compromiso con la justicia, con la humanidad y con la vida misma. Me quedo con ella como el mejor recuerdo que yo puedo tener de su persona.
Dedico estos recuerdos a la familia de Carlos.
A mis compañeros de La Comuna.
Y a Carmina y Jesús que, más de una vez, me acompañaron y empujaron la silla del compañero Carlos Slepoy.

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