Versión Libre

Microhistoria de una guerra y de un reloj

Gabriel Aleman Rodríguez

Profesor de Ciencias Sociales y Estudios Latinoamericanos

Microhistoria de una guerra y de un reloj
Maquinaria de relojería. Foto: Laura Ockel / Unsplash.

La horología es un arte fascinante. Pocas cosas me parecen tan increíbles como esas máquinas inventadas y perfeccionadas por los humanos durante cientos de años para medir las aguas de ese río invisible que lo empapa todo y que desemboca en la muerte. Personalmente, tengo una pequeña colección (para nada lujosa, ni que fuera yo ejecutivo de alguna empresa eléctrica, con mi sueldo de profesor sin plaza en la Universidad de Puerto Rico no puedo darme esos privilegios).

Dentro de mi humilde repertorio poseo unos cuantos relojes soviéticos. Por alguna extraña razón, he desarrollado un fetiche con esos relojes baratos y robustos hechos, en principio, no para el mercado sino para el proletariado, para los camaradas de aquel mundo perdido de utopías y distopías.

Justamente, mi última fijación fue con una de estas piezas soviéticas, específicamente un reloj digital Elektronika 5 (Электроника 5). Como suelo hacer en estos casos, navegué por internet durante horas, incluso días, tratando de conseguir mi próximo "juguete" a la mejor relación calidad-precio. Cuando se trata de relojes vintage, no siempre es fácil encontrar la "joya" perfecta. Recordemos que ya hace más de 30 años que Gorbachov arrió la bandera de la URSS para izar la de Rusia, y esa colección de ayeres que es el tiempo pesa sobre la materia.

Sin embargo, luego de tan extenuante búsqueda que solo es posible soportar por años de disciplinamiento consumista (no confundir con comunista), encontré el reloj con las especificaciones que quería. Inmediatamente, miré el rating del vendedor y los comentarios de antiguos compradores, 100% y solo feedbacks positivos. No quería dejar pasar esa oportunidad y parecía una compra segura, tenía toda la pinta. Presuroso busqué mi tarjeta de crédito, ingresé mi información y listo, en las próximas semanas debería estar llegando mi paquete. Era mediados de febrero.

Solo había un detalle, para entonces no le presté importancia al lugar de procedencia del reloj, Kiev, Ucrania. Sabía que había jaleo en aquella parte del mundo, pero creí que simplemente se trataba de otro capítulo más de esta "paz caliente" en la que vivimos desde que cayó el muro.

A los pocos días Putin invadió el Donbass y estalló la guerra.

Occidente queda perplejo. Los mercados tiemblan, la gasolina sube, los salarios bajan, acaba la pandemia para que de nuevo sople la brisa fría de un posible invierno nuclear. Las derechas quieren guerra, las izquierdas, como siempre, no se ponen de acuerdo mientras otros tantos sacan a pasear su estalinismo trasnochado apoyando al sátrapa del Kremlin. No se distingue entre imperialistas y antimperialistas, todos cogen bando, Rusia, la OTAN, Estados Unidos. Sanciones y tweets, por un lado, balas y cohetes por el otro, y el exceso de información destroza la verdad como las bombas destrozaron aquel hospital infantil en Mariúpol. En Lituania mi amiga, aunque es civil (una profesora sin plaza igual que yo) comenzó a entrenar porque cree que su país es el próximo en la lista del nuevo Zar.

A todo esto, tengo que confesar, y como profesor de ciencias sociales me da vergüenza decirlo, que cuando recibí las noticias de la ocupación rusa de Ucrania, en lo primero que pensé fue en el reloj. El "fetichismo de la mercancía" existe, no se trata de un mero resabio filosófico de Marx como creía Althusser. En ese momento mi primer vínculo con aquella guerra fue una mercancía, con un bien que en teoría se creó originalmente como valor de uso y que el tiempo ahora, en forma de historia, paradójicamente, transformó en mercancía.

Pasaron las semanas. Conversamos entre los colegas, leímos cuanta columna se ha publicado en la prensa nacional e internacional e hicimos hasta un podcast dedicado al conflicto bélico en el Este de Europa. En las noticias y las redes sociales contemplaba la destrucción de las ciudades y seguí de cerca el convoy que se dirigía a Kiev. No sé si son los misiles atómicos o el fermento de viejas ideologías, pero esta guerra hiede diferente. Da más miedo y es muy confusa.

Soy humano, pienso en las víctimas, en los niños, las mujeres, los viejos, los inmigrantes, los refugiados, los perros y los gatos. Pienso en la oficina de correos donde echaron mi paquete, si le habrá caído alguna bomba o si ahora es un cuartel militar de la resistencia ucraniana. ¿Habrán hecho un corredor humanitario para las mercancías? En este mundo nunca se sabe.

Ese río imaginario sigue su curso y pasa un mes.

La otra tarde, el cartero me hizo el día: allí estaba con mi Elektronika 5, intacto. Sobrevivió la guerra. A penas logró salir en el último momento. Pero soy humano y reconozco el efecto del fetichismo en mí, las mercancías no "sobreviven", no "salen", porque la mesa, aunque tenga patas no rompe "a bailar por su propio impulso". Y entonces pienso en el vendedor, no sé quién es, ni cómo es, ni qué edad tiene. No sé si es un ucraniano nacionalista, ruso parlante o neonazi. No sé si está a favor de la guerra o en contra. Ni siquiera sé si verdaderamente es ucraniano o es un inmigrante que vive en Kiev. Y la verdad es que nada de eso me importa. Lo único que puedo asumir, por su nombre de usuario, es que es un hombre, lo que según los medios noticiosos lo coloca más cerca del frente de batalla. No sé si tiene madre, hermanas o hijas, pero lo peor es que no sé si sigue con vida.

Ya guardé mi nuevo reloj en su caja. Espero que el vendedor no termine igual.

Más Noticias