Al sur a la izquierda

Un indulto de mentira

La prerrogativa gubernamental del indulto puede que sea un anacronismo político y jurídico, pero tiene sentido cuando es utilizada para mejorar la justicia en aquellos casos en que a la justicia le resulta imposible mejorarse a sí misma porque si lo hiciera se convertiría automáticamente en injusticia. Es un poco galimatías, pero se entiende. Es lo que sucede con los indultos a ciertos condenados por tráfico de drogas: la pena habitual es de tres años incluso en los casos en que el reo no tiene antecedentes y el delito es socialmente poco relevante. En tales ocasiones el juez no tiene apenas margen para dictar una pena más baja, pero el Gobierno sí puede rebajar los tres años a dos, impidiendo así que el condenado ingrese en prisión.

El derecho de gracia tiene sentido en tanto en cuanto permite a los gobiernos practicar de vez en cuando la generosidad, que a su vez es una forma superior de justicia, pero que por eso mismo resulta imposible de codificar. Ahora bien, el indulto equivale a generosidad siempre y cuando su ejercicio no suponga una humillación para las víctimas o un escándalo para el sentido común.

Por eso, hay indultos gubernamentales que mejoran la justicia e indultos que la empeoran. Entre los últimos de esta clase está el recién otorgado a los policías catalanes condenados por torturas a un detenido rumano. No es probable, por cierto, que tales agentes hubieran sido indultados si la víctima de sus viles abusos hubiera sido, pongamos por caso, la hija del ministro del Justicia.

Y luego hay una tercera clase de indulto consistente en que el indultado ni gana ni pierde sino que se queda como estaba. Es la clase de indulto en la cual la pugna entre la generosidad y la justicia queda en empate. Se trata de un indulto que en realidad no lo es, si bien tiene la desvergüenza de simular lo contrario presentándose públicamente como un acto de generosidad que en realidad no es tal.

Este es el formato de indulto que le ha correspondido al infortunado joven kurdo Hokman Joma, vecino irregular de Sevilla, que en febrero de 2010 le lanzó un zapato al presidente de Turquía, Recep Tayip Erdogan, cuando este bajaba de su coche para asistir a una recepción oficial. Joma ni siquiera le acertó a su víctima, pero fue detenido, ingresó de inmediato en la cárcel y fue más tarde condenado a tres años de prisión por un "delito contra la comunidad internacional en su modalidad de atentado". El indulto le ha llegado la semana pasada, cuando le faltaban apenas un par de meses para cumplir íntegramente la pena de tres años de cárcel.

El propio juez sentenciador admitía en su momento que la severa penitencia por tan leve pecado era excesiva, pero la ley es la ley y esta apenas dejaba margen para un fallo más benévolo. Igual que ocurre, por cierto, en tantas condenas por tráfico de drogas que luego son rebajadas por el Ejecutivo. Hokman Joma no tuvo esa suerte. No ya la suerte de un traficante de drogas primerizo, sino tampoco la suerte de un policía torturador, de un político que desvía fondos, de un banquero que pone una denuncia falsa o de un militar que falsea la identidad de 30 muertos. Hokman Joma solo es un pobre y solitario kurdo y esa es la razón de que haya estado encerrado tres años por cometer un delito materialmente ridículo.

He ahí, pues, un indulto de mentira para un delito de mentira cometido por un delincuente de mentira que arrojó un arma de mentira contra una víctima de mentira y que fue condenado por una justicia de mentira a la que, al menos, le cupo la grandeza de saber y de reconocer que, en efecto, era de mentira.

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