Punto de Fisión

Retrato real con zoom

Hace seis años escribí una columna sobre el retrato de la familia real que Antonio López llevaba pintando desde hacía catorce, cuando creíamos que no lo acabaría nunca. Tres años después lo ha terminado, lo que hacen diecisiete años pintando: casi le sale el lienzo mayor de edad. En realidad, más que terminarlo, le han obligado a entregarlo ya, antes de que Froilán sea bisabuelo y la familia real concluya su diáspora. Mientras se va secando la pintura, la infanta Cristina aún puede sentarse en el banquillo y confirmarse los rumores de divorcio entre Juan Carlos y Sofía. El cuadro lo había encargado Patrimonio Nacional, que no es una película de Berlanga, aunque lo parezca.

Antonio López se ha quejado siempre de que el encargo era muy difícil, dice que "pintar una familia real es como pintar Guerra y paz". Demasiada novela, creo yo, para sólo cuatro personajes de pie, aunque a lo mejor se refiere al status social, a lo mejor pintar mendigos para él está tirado. Durante todo este tiempo, López ha acercado y alejado a las figuras, las ha cambiado de tamaño y de perspectiva, lo cual es un ejercicio de hiperrealismo extremo, porque es lo mismo que les ha pasado a los reyes y a las infantas: que se han ido alejando del pueblo y acercando al pueblo como a golpes de zoom de Valerio Lazarov. Un viaje a Botswana y zas, el rey se aleja; un mensaje de navidad, y zas el rey se acerca. Un oso borracho muerto de un tiro y zas, el rey se aleja; un mensaje de navidad, y zas el rey se acerca. Una entrevista a Corinna y zas, la reina se aleja.

"Conozco bien el comienzo del trabajo" ha dicho López. "Acabar no sé en qué consiste". Efectivamente, la pintura es como la heroína: hay que saber retirarse a tiempo. Hay pintores yonquis que no paran de echar capas y más capas de óleo encima y, brochazo a brochazo, la obra va adquiriendo tercera dimensión, engordando y echando michelines hasta que acaba por desbordar el marco y devenir en bajorrelieve. Algunos de estos perfeccionistas tienen que cambiarse de estudio, tirar la pared de la cocina o divorciarse directamente. Renoir decía que no le daba la última pincelada a una de sus bañistas hasta que no sentía ganas de pellizcarle el culo; entonces ponía el precio, hacía una exposición y desnudaba a otra moza. Pollock, que era expresionista abstracto, se enfadaba mucho cuando alguien le preguntaba cómo sabía cuando había terminado un cuadro: "¿Y cómo sabe usted cuándo ha terminado de hacer el amor?" Al periodista le dio palo explicárselo.

Mi amigo Javier Gella, que es retratista por encargo y que ha dibujado la portada de mi último libro, me confesó una vez: "Yo no acabo un retrato hasta que lo cobro. Bueno, la verdad es que hasta que cobro, ni lo empiezo. Eso sí, en cuanto cobro, lo remato echando hostias". La velocidad aquí no es negligencia, al contrario, más bien significa comprender que el arte es ahora o nunca. Negligencia es más bien lo de Antonio López, que lo ha ido dejando, dejando, hasta que al final el retrato ya casi ni se parece al original, lo cual, bien mirado, tiene mucho mérito para un cuadro hiperrealista. Cuenta la leyenda que a Picasso una vez le pidió un retrato una señorona que protestó mucho cuando el pintor malagueño le entregó una cosa confusa repleta de ángulos y de rayajos. "Pero no se me parece nada" dijo la señorona, llorando el millón de dólares perdido. "No se preocupe, señora. Ya se parecerá". Si le llega a encargar Patrimonio Nacional un retrato de la familia real a Picasso, lo entrega diecisiete años después, sí, pero en blanco.

 

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