Punto de Fisión

Alvite en el Savoy

 

Alvite en el Savoy

Me enteré de la muerte de José Luis Alvite poco antes de volver de Tailandia, mientras consultaba internet en el vestíbulo de un hotel de Phuket. Era cerca de medianoche y lo primero que me pasó por la cabeza fue el dolor de la pérdida, lo segundo la pena de no volver a leer una columna suya y lo tercero la absurda idea de que, como llevaba seis horas de adelanto respecto a España, quizá Alvite no se me había muerto todavía, quizá aún me daba tiempo a llamarlo, a hacerle esa llamada que nos teníamos prometida tanto tiempo atrás y oír por última vez su voz tierna y póstuma.

En ese ensueño imposible de Phileas Fogg intentando abofetear el planeta vuelta atrás como Superman para recobrar a una novia, únicamente me consoló el hecho del bar que acababa de descubrir en Karon, uno de los pocos lugares que compensaban el espanto de una isla paradisíaca arrasada por las hordas del turismo. Pensé que en The New Friends Alvite hubiera sido feliz, hubiera pasado un buen rato admirando la clientela de viejos hippies y cuarentones rockeros, quizá hasta habría apuntado mentalmente una de sus frases espléndidas mientras un trío de virtuosos tailandeses desgranaba hermosamente canciones de los Beatles, de Led Zeppelin, de Eric Clapton, de AC DC y de Deep Purple. El hubiera preferido jazz, seguro, algo más suave, más lento, un saxo, una balada deshilachándose estrofa a estrofa, imponiendo su imperio sobre el ecosistema de humo, pero le habría dado igual porque allí dejan fumar, porque el batería, un buda gordo, calvo y barbudo, redoblaba sus tambores sonriendo mientras de sus labios colgaba un pitillo burlón.

Aquella noche The New Friends bien podía ser una sucursal del Savoy, ese antro canalla y hermoso donde Alvite, Al para los amigos, fundó la patria más hermosa del columnismo, un lugar de perdición donde van a salvarse los desgraciados y los náufragos de la vida, donde las bailarinas retiradas, los camareros tristes, los matones filosóficos, los pianistas huérfanos y los boxeadores sin suerte van soltando la tristeza en breves tiras de sabiduría: "De todas las mujeres con las que me acosté, la mayoría se llevaría un disgusto si lo supieran". Una vez le preguntaron cómo es que podía describir tan bien Nueva York o Chicago cuando jamás había puesto el pie en los Estados Unidos y él replicó, con su humildad habitual, que precisamente por eso, por lo mismo que algunos escritores gallegos hablaban con tanta autoridad de la muerte sin haber sido antes cadáveres.

Alvite provenía de una estirpe de escritores de periódicos que empieza en Larra y pasa por Camba, por Ruano, por Umbral y por Alcántara, una brillante hidrografía de tinta a la que él sumó su voz de fumador a tiempo completo, un castellano recio y portentoso en el que resuenan juntos el grito de las vendedoras de pescado, el farfullar ronco de los borrachos y los endecasílabos genitales de Quevedo. Cualquier cosa tenía cabida en una de sus columnas, los negros y los blancos, las guapas y las feas, los mendigos y los millonarios, los perros perdidos y los caballos cojos, pero su simpatía siempre estuvo con los desposeídos, con esos pobres desesperados que ni siquiera llevan en los bolsillos bastante calderilla para tomar un taxi que los lleve a la otra acera. No se dedicó a la novela porque el cigarrillo se le acababa a los tres párrafos pero, amigo mío, aquellos tres párrafos diarios suyos equivalían a unas obras completas. En ellos, la ironía, la antítesis y la paradoja cometen adulterio por el puro placer de dar a luz, de encender todas las luces del idioma: "Cualquier mujer se conformaría con que hicieses en la cama la mitad de las cosas que piensas contar".

No le asustó jamás la muerte, a la que citaba de frente y de perfil cada cuatro o cinco líneas, porque sabía demasiado bien que el auténtico artista lucha no por alcanzar la gloria sino por vaciarse las tripas, como cuando decía que lo que hacía inolvidable el sonido de Charlie Parker era que al fondo del sonido dorado de su saxo borboteaba un gazpacho de sangre. Por eso anunció el mismo día en que le diagnosticaron su sentencia: "El cáncer parece que llama a mi puerta y, aunque me niego a abrir, temo haberme dejado la llave en el felpudo". Parecía que la actualidad, la política o la historia le importaban un bledo, y sin embargo nadie definió mejor la angustia de vivir en España cuando escribió que había mujeres que sentían un orgasmo escuchando a Tom Jones, lo que tampoco estaba mal, teniendo en cuenta que, en aquella época, lo más cerca que una mujer podía estar del orgasmo era "orinar con las piernas cruzadas".

Alvite escribía siempre al límite, estirando las fronteras del lenguaje, escarbando con humo en los pulmones, de manera que el punto final tenía que llegar más tarde o más temprano. Lástima que haya sido tan pronto, aunque ya nos había advertido que "por mucha experiencia que acumules en la vida, no te librarás de la jodida novatada de la muerte". Ahora que se nos ha ido a ese puto misterio intransitivo, esa metáfora de la que nadie vuelve, los estancos, los lupanares y las timbas tienen la bandera a media asta y la literatura está de luto, aunque el Savoy seguirá abierto por los siglos de los siglos, mientras haya lectores que sepan leer, música en la prosa y vagabundos que busquen periódicos para refugiarse del frío.

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