Robinho es bueno. Por eso soporta prejuicios. Es un axioma. Robinho es capaz de ser bueno, mejor dicho. Porque en su caso han sido más sus propias actuaciones las que le han puesto bajo sospecha. Aparece y desaparece. Tiene un regate fulminante, una cintura de goma, las piernas de un prestidigitador. Esconde la pelota con la habilidad de un trilero: está aquí, no, aquí, no, aquí. Marea al defensa pasando constantemente la pierna por encima del balón y llegado un punto, se va. Un juego de magia. Lo mejor de su repertorio acostumbra a asomar de forma continuada en Brasil. En el Madrid irrumpe intermitente. Sus grandes tardes están en los extremos: el día de su debú, en Cádiz, y el último partido, el miércoles ante el Olympiacos. Justo con la presión encima, apretado por su indisciplina. Schuster aplicó el truco del palo y la zanahoria y, de pronto, volvió el mejor Robinho. El jugador es un misterio.
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