De cara

Robinho, el Kun y el Museo del Prado

Robinho es bueno. Por eso soporta prejuicios. Es un axioma. Robinho es capaz de ser bueno, mejor dicho.  Porque en su caso han sido más sus propias actuaciones las que le han puesto bajo sospecha. Aparece y desaparece. Tiene un regate fulminante, una cintura de goma, las piernas de un prestidigitador. Esconde la pelota con la habilidad de un trilero: está aquí, no, aquí, no, aquí. Marea al defensa pasando constantemente la pierna por encima del balón y llegado un punto, se va. Un juego de magia. Lo mejor de su repertorio acostumbra a asomar de forma continuada en Brasil. En el Madrid irrumpe intermitente. Sus grandes tardes están en los extremos: el día de su debú, en Cádiz, y el último partido, el miércoles ante el Olympiacos. Justo con la presión encima, apretado por su indisciplina. Schuster aplicó el truco del palo y la zanahoria y, de pronto, volvió el mejor Robinho. El jugador es un misterio.

Otras veces el misterio es el entrenador. Cuanto más se contempla al Kun, por ejemplo, más difícil es comprender al entrenador. Al suyo y a los demás, que corean y aplauden las decisiones de su colega contra el jugador. Las sospechas, los prejuicios... Lo de siempre. Porque el Kun es bueno, muy bueno. Y lo es siempre. Cada día más. Crece con maniobras nuevas, cada vez más complicadas, cada vez más decisivas. En el sol, ayudándose de la sombra del rival. O en el frío, como ayer en Moscú, cuando sacó acciones y goles de donde no había absolutamente nada. Agüero no jugó contra once, jugó contra 21 (tal vez 19). Lo que estropeaban los demás del Atleti con despistes y errores lo arreglaba el Kun con su varita de hada madrina. Al diccionario se le agotan las palabras para describirle. Bueno, ayer se ideó una bonita forma de describirle: "Ver al Kun es como visitar el Museo del Prado". Bella y certera. Exacta. Lo dijo un entrenador. Pero fue el ruso.

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