Dominio público

El aprendizaje de la ilusión

Vladimir López Alcañiz

Doctor en Historia

Vladimir López Alcañiz
Doctor en Historia

Se dice que este será el año del cambio, y ya se ha escrito mucho sobre aquellos que aspiran a encarnarlo. Pero buena parte de esas palabras ha revelado más bien orgullo y prejuicio, cuando lo que el debate requiere es sentido y sensibilidad. ¿Cómo responder a esa exigencia? Lo haré defendiendo una simpatía hacia los partidarios del cambio en el límite entre el escepticismo y el entusiasmo. Una actitud reflexiva, que no se rinda sin crítica a la novedad solo por serlo, pero que tampoco sucumba a los heraldos del fin de la historia en versión socialdemócrata. Para ello, en estos instantes de peligro abrazo como lema el apotegma de uno de mis maestros: "La política que no acepte el reto de descubrir lo hasta ahora desconocido es inmoral".

Mi punto de vista se sigue del encuentro de tres miradas cruzadas. La primera, avisada por Fernando Broncano, es hacia el pasado. Se trata del enfoque de la deuda, entendida como la forma moral de aprehender nuestra mutua dependencia. Un principio de responsabilidad nos conmina a tener en cuenta la trama de los lazos humanos con el tiempo y el mundo. Tenemos que hacernos cargo de la memoria, la herencia y las generaciones, así como de los futuros truncados por los que otros lucharon en el pasado. Porque, si algo nos enseña la historia, es que no podemos empezar siempre de cero. La tentación de la tabla rasa conduce a la injusticia y a la desmesura. Y cualquier futuro que construyamos será un castillo en el aire sin los cimientos del pasado al que nos debemos.

La segunda, deudora de Felipe Martínez Marzoa, es sobre el presente. Es la apariencia de la inmediatez. Últimamente, se ha reclamado la participación ciudadana asidua y directa en una democracia real. Es algo que hay que considerar, sin ninguna duda. Pero no conviene olvidar que la soberanía no es tal porque la ejerzamos todos, sino porque se constituye en un pacto que da lugar a un espacio común cuya condición necesaria es el igual derecho a la libertad. Así, resulta que el democratismo vulgar y el absolutismo coinciden en postular una soberanía natural, inmediata y omnipotente, difiriendo solo en quién es su titular. Pero el mundo democrático no puede comprenderse únicamente como expresión de la voluntad, sino también de la isonomía y de la representación.

Y la tercera, amparada en Giorgio Agamben, es hacia el futuro. Es la perspectiva del poder. La dominación consiste en separar a las personas de sus posibilidades, relegándolas a una condición súbdita o subalterna. Por eso Hannah Arendt insistió en que, antes de la libertad, está la liberación de la necesidad. Hay que dar la batalla en ese flanco. Existe, no obstante, otra forma de dominación más taimada. Se trata de aquella que no actúa sobre la potencia, sino sobre la impotencia de la gente. En efecto, quien es enajenado de lo que puede hacer todavía es capaz de resistir. Pero, privada de lo que puede no hacer, toda persona queda desarmada ante los múltiples cantos del "yes, we can" justo cuando debería advertir que está a merced de fuerzas que han escapado a su control.

¿Es esto una llamada a la resignación? En ningún caso. Es, primero, una voz de alarma: el neoliberalismo en que vivimos esconde su rostro inhumano tras la aparente libertad del individuo, puesto que la apelación a la iniciativa, al proyecto, al emprendimiento en suma, es mucho más eficaz para la explotación que la prohibición y la fuerza bruta. Y segundo, es, más aún, una guía de acción: tal como están las cosas, bien parece que la causa de la justicia y de la emancipación no solo requerirá hacer lo que se pueda. A veces eso no será suficiente, a veces será necesario hacer lo imposible.

Quizá, solo quizá, el ciclo en el que nos hallamos concluya pronto. Sea como fuere, sin embargo, lo que está por venir ni está escrito ni va a escribirse de un plumazo. Tenemos por delante un largo periodo de incertidumbre. En esta tesitura, los que apuestan por el cambio harán bien en ajustar sus promesas al principio de realidad. Pero a nosotros, la ciudadanía, más nos valdría establecer con ellos un vínculo crítico, porque en demasiadas ocasiones parece que busquemos ser decepcionados para poder deshacernos y exculparnos de nuestro compromiso. También nosotros tenemos que ajustar nuestras expectativas. De modo que, si no queremos que esta "segunda transición" se salde con un nuevo desencanto, mejor será que empecemos, responsablemente, el aprendizaje de la ilusión.

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