Dominio público

Pandemia, ancianos y fragilidad

Gaspar Llamazares Trigo

Médico y analista político

Miguel Souto Bayarri

Médico y profesor de la Universidad de Santiago de Compostela

Un sanitario atiende a un anciano en una residencia en la localidad madrileña de Pozuelo de Alarcçon, durante el estado de alarma por la pandemia del coronavirus. REUTERS/Juan Medina
Un sanitario atiende a un anciano en una residencia en la localidad madrileña de Pozuelo de Alarcçon, durante el estado de alarma por la pandemia del coronavirus. REUTERS/Juan Medina

"Vivimos en una sociedad postmoderna con características líquidas, donde todo es flexible y se caracteriza por un individualismo exacerbado que nos priva del sentido de comunidad, de pensar en el otro".
Zygmunt Bauman.

Si algo nos ha impresionado en esta pandemia ha sido la FRAGILIDAD de nuestras sociedades desarrolladas, donde la economía y la técnica parecían situarnos por encima del resto. Era un espejismo.

Una situación de fragilidad que se ha manifestado, en particular, entre nuestros mayores más vulnerables, que han sido víctimas propiciatorias de la pandemia. Del total de fallecidos, una tercera parte lo han sido en las residencias de ancianos. No es aceptable ni la desprotección ni mucho menos la carencia y el abandono.

Hablando de fragilidad, hemos visto también las debilidades de nuestro sistema del medio estar, tanto que tras la recesión y sus recortes y privatizaciones se ha creado también una sensación de malestar social.

Lo cierto, sin embargo, es que lo que mejor ha funcionado, y que contribuye a disminuir la pobreza en un 12%, ha sido nuestro sistema público de pensiones, a pesar de las no siempre desinteresadas críticas. No ha ocurrido lo mismo con la atención al envejecimiento, la dependencia y sobre todo en materia residencial.

En sanidad tenemos un sistema público de calidad, aunque centrado en un modelo de curación de pacientes agudos. La epidemia nos ha cogido con el pie cambiado, cuando tan solo empezaba la transición a un modelo de cuidados más preventivo, de cuidados a los enfermos crónicos, geriátricos y pluripatológicos, y cuando todavía no se ha empezado a aplicar la ley de salud pública después de casi una década de parálisis desde su aprobación.

La pandemia infecciosa nos ha venido a avisar que tampoco el cambio a crónicos puede ser unilateral, y que hemos de mejorar la respuesta a procesos crónicos junto a los procesos víricos globales y a las resistencias bacterianas.

No hay más que ver las carencias de profesionales y recursos que aún tenemos en geriatría, pero también en infecciosas, virología, técnicos de salud pública, epidemiología y enfermería en nuestro país.

Pero es la fragilidad en las residencias y en la atención a dependientes la que más nos avergüenza y escandaliza. Más que fragilidad ha sido carencia.

La pandemia ha puesto en evidencia, en primer lugar, nuestra debilidad en materia de salud pública y nuestra soberbia sanitaria y tecnológica. Aún a sabiendas de que los ancianos eran los más vulnerables, no hemos sido capaces de blindarlos primero, de aislar a los sintomáticos y de tratarlos adecuadamente después.

Se ha hecho evidente la carencia de medios de protección para el personal y luego de test para unos y otros, pero sobre todo de protocolos claros para prevenir y luego paliar los efectos dramáticos de la pandemia. La respuesta, es preciso reconocerlo, no ha sido lo suficientemente ágil.

Pero lo más duro, al final, ha sido la crisis de la ética y de respeto a la dignidad y los derechos fundamentales de las personas mayores, con la aplicación, y lo que es peor la argumentación por parte de algún servicio sanitario regional concreto, de directrices discriminatorias para el acceso a su derecho a la atención sanitaria, lo que obligó a intervenir al Comité de bioética. Qué sepamos, esto no ha provocado una reflexión política ante la gravedad de lo ocurrido, para que no volviera a ocurrir.

Esta pandemia ha sometido a un estrés en particular al sistema sanitario, pero también algo ha fallado en la coordinación sociosanitaria y en la atención sanitaria dentro y fuera de las residencias de ancianos. Algo no ha ido bien en cuanto a sus escasos servicios sanitarios propios, pero tampoco en su relación con la atención primaria y de ello no ha dado la voz de alarma la inspección de servicios sociales.

Tampoco la más reciente puesta en marcha de planes, estrategias, estructuras tanto estatales como regionales y de área, la coordinación sociosanitaria, ha significado una garantía frente a la vulnerabilidad.

En relación con el modelo residencial, éste ha carecido históricamente de la calidad y los recursos materiales y humanos necesarios, aunque en los últimos años las infraestructuras se hayan modernizado, hayan incorporado distintos perfiles profesionales y, en consecuencia, se hayan diversificado sus actividades. También han aumentado los requisitos exigidos a los centros de mayores desde las administraciones públicas.

Sin embargo, con el aumento de la longevidad ha cambiado aceleradamente la composición de las residencias: más edad, más patologías, más dependencia. Pero no así los recursos profesionales y materiales correspondientes, más en concreto los sanitarios y rehabilitadores.

Pero no sólo se trata de escasez de recursos profesionales y materiales, así como de la cualificación de los mismos, en un mercado laboral donde la demanda supera también a la oferta. También se trata de bajos salarios frente a las complejas necesidades de los residentes y la presión de la propiedad, mayoritariamente en régimen de concierto o de gestión privada. Más recientemente, hemos asistido a una dinámica especulativa y de exigencia de rentabilidades crecientes, que ha influido en la escasez y rotación de personal más cualificado, en el deterioro de sus condiciones laborales y en la calidad de los cuidados.

En resumen, mientras el tipo de familia ha cambiado, el desarrollo de la red social de protección ha ido a un ritmo más lento, incluso se ha debilitado. Es decir, somos más individualistas, pero sin la correspondiente red social de cuidados y mucho menos de acompañamiento: una crisis de cuidados, ya que tan solo dedicamos a servicios sociales la tercera parte de la media de la UE.

Lo esencial ha sido la pérdida de valor social de los ancianos en nuestras sociedades en transición de la productiva a la de consumo. En la tercera edad, con la pérdida de valor productivo y en la cuarta asociada a la dependencia.

Por otra parte, se ha producido en los últimos años una crisis de la solidaridad y con ello del aprecio al sistema social y, en particular, al de servicios sociales y a sus instituciones y centros residenciales.

Todo ello unido a que en los últimos tiempos se han concentrado en las residencias personas muy frágiles, con pluripatologías, polimedicadas y con complicaciones sanitarias, además de las sociales. Para atenderlas se ha tenido una dotación muy escasa de personal de cuidados directos y sanitarios (enfermería fundamentalmente). El médico en muchos casos ha sido por horas, cuando no el centro de referencia de una atención primaria colapsada y a demanda.

Como consecuencia los servicios sanitarios se han quedado cortos y al tiempo la atención primaria se ha visto recortada, con lo que la fragilidad y la vulnerabilidad se han constituido en la norma, a pesar del esfuerzo ímprobo de los trabajadores de las residencias por paliar las carencias.

Desde el punto de vista de la propiedad de las residencias, mayoritariamente privadas, éstas se convirtieron primero en un refugio ante la crisis de la construcción y más tarde en un negocio especulativo para fondos de inversión internacionales, sin conocimiento ni interés en el sector, al igual que ha ocurrido con la sanidad privada.

La consecuencia ha sido el deterioro de las condiciones laborales del personal de unas residencias cada vez más de asistidos y complejas, mientras las CCAA se han centrado sobre todo en suplir el gasto de atención a la dependencia que ha recortado la administración central y en contener el coste de los conciertos con las entidades privadas. En raras ocasiones se ha optado por la constitución de una empresa pública residencial de calidad.

En este sentido, la inspección pública de las residencias ha devenido en un trámite burocrático sin evaluación real ni aportación de ideas al modelo en crisis ni voluntad de cambio.

Se trata en definitiva de replantearse el modelo actual, y por tanto la concentración de ancianos pluripatológicos en favor de unos centros de un modelo que garantice al tiempo la protección y la autonomía, sin caer por ello el modelo de centro sociosanitario.

Y, por tanto, la imperiosa necesidad de una mayor participación, responsabilidad y control público sobre unas residencias, muchas de ellas masificadas y algunas otras deshumanizadas.

Se trata de que estos centros con personas vulnerables cuenten con recursos sanitarios propios, así como de su coordinación con el sistema sanitario local y regional. Pero también de una mayor participación y exigencia cívica de las propias familias, para con ello combatir la soledad y el abandono.

Por todo ello, y al margen del legítimo debate sobre la factura política de Gobierno y oposición sobre la gestión de la crisis, que en nuestra opinión debería relegarse al final de la pandemia, para tener un mejor criterio y no desperdiciar las fuerzas que hoy deberían estar unidas, se puede y se deben tomar medidas en el próximo "desescalamiento", pero también con visión de futuro. Se trataría con ello de dar un mensaje de liderazgo político y cívico.

Se requiere, también, una reflexión sobre la estrategia y las estructuras sociosanitarias para el envejecimiento activo, los cuidados y la pluripatologia, que se han quedado en el papel. Su reflejo es el modelo actual de fragilidad y la soledad.

Pero antes, las medidas de desescalamiento deben tratar con especial cuidado las residencias de mayores. Tanto desde la perspectiva de la salud pública con los test a residentes y personal y a sus contactos, como desde el reforzamiento del seguimiento y la atención sanitaria propia y la de los centros de salud.

Todo sin perjuicio del debate sobre un futuro de centros humanos y abiertos al entorno social que promuevan la convivencia, el envejecimiento activo y respeten la autonomía y los derechos de los residentes.

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