Fuego amigo

La revolución de los mecheros no traerá la Republica

Parecía que el debate de la quema pública de las fotos del rey, que poco a poco va derivando hacia la conveniencia o no de la existencia misma de la monarquía, tomaba la forma de una tormenta en un vaso de agua. Pero el propio monarca ha querido apurar el vaso saliendo en defensa de su puesto de trabajo, y nos ha venido a recordar que si él no hubiese jugado al despiste, jurando ante Franco unos Principios Fundamentales del Movimiento que pensaba pasarse por el arco del triunfo nada más encaramarse al trono, ahora estaríamos cantando el Cara al Sol, y alguno que yo me sé en la cárcel. Aunque no lo dijo así exactamente.
La quema de sus fotos, a mí que soy republicano hasta el tuétano, me ha provocado un escalofrío. Me recordó la quema de las imágenes de Bush en los países dominados por el Islam, una estética tercermundista, histérica, de revolucionarios cutres, teledirigida por la carcundia ultra nacionalista.
Me pregunto si alguien tenía interés en reventar desde dentro una disputa ideológica que históricamente sólo se dirime con sangre y fuego, con las cabezas soberanas rodando por los cadalsos, y que las sociedades futuras deberán solucionar en referéndum.

Según iban creciendo las masas de pirómanos ante las cámaras de televisión, excitadas en la sombra por algún comisario político republicano, me preguntaba si yo podría identificarme con los que exigen la vuelta de la República a golpe de mechero, ahora que había dejado de fumar. Si el debate va a circular por esos derroteros, por favor, que no cuenten conmigo.
Y mira que me lo pedía el cuerpo después de leer que el cardenal primado, Antonio Cañizares, solicitaba nuestras oraciones "por su majestad el Rey que tan mal está siendo tratado"... por la Cope, supongo.
Harto sospechoso que lo pida un príncipe de la Iglesia que gusta de disfrazarse de rey, con capa (¿concapa?) de cinco metros de satén púrpura recogida como la cola de un traje de novia, y que se sienta en un remedo de trono, a la espera de que le besen el anillo. El episcopal, por supuesto.

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