Otras miradas

Cuentos por teléfono

Máximo Pradera

Tengo un amigo separado, con un hijo de 6 años que se va a quedar en casa de la madre durante toda la cuarentena. Sin malos rollos, de mutuo acuerdo. Con alguno de los dos tenía que pasar el encierro y el estado de alarma pilló al crío en casa de la progenitora. Moverlo ya no tenía sentido. Le he sugerido al padre que se agencie un libro de cuentos que alivió mi borrascosa infancia. Mis padres eran como los Burton y el salón de mi casa, como el set de ¿Quién teme a Virginia Woolf? Hasta el punto de que unas navidades, mi padre me preguntó qué quería para Reyes y le contesté: que dejéis de pegaros todas las noches. El regalo no llegó nunca (mis padres se separaron poco después), pero incluso durante aquellas noches de terror (que explican en parte mi montaraz carácter), había un momento mágico, antes de que a mi hermano y a mí nos apagaran la luz. Era cuando mi madre nos leía, al pie de la cama, Favole al telefono (Cuentos por teléfono), del escritor italiano Gianni Rodari. ¿La premisa del libro? Un viajante de comercio se ve obligado a recorrer Italia seis días por semana y solo puede estar en casa con su hija los domingos. Para compensar sus ausencias, todas las noches pone una conferencia y le cuenta a la niña un cuento muy breve (estamos en el año 1962, las llamadas interprovinciales valen una pasta) y divertido.

'Favole al telefono' ('Cuentos por teléfono'), de Gianni Rodari.
'Favole al telefono' ('Cuentos por teléfono'), de Gianni Rodari.

Las historias son tan ingeniosas, que hasta las operadoras de la centralita lo dejan todo durante tres minutos y se quedan a escuchar el cuento. Algunos relatos, además de una sonrisa, te emocionan hasta la lágrima. Por ejemplo, Inventar los números. El padre convence a la hija de que uno se puede inventar los números o pesar cosas insospechadas. Por ejemplo, una lágrima. No todas pesan lo mismo. La de un niño con hambre  (dice Rodari)  pesa más que toda la Tierra.

Yo, que fui muy cafre en mi adolescencia, disfruté especialmente con Il palazzo da rompere (La casa para romper). Los niños de un  pueblo están arrasando con todo. Rompen escaparates en la calle, vajillas en la casa, no dejan títere con cabeza. El alcalde propone multarlos pero los padres se rebelan ¿Y con qué vamos a pagar, listo, con los añicos? El contable más sabio de la localidad echa cuentas y propone: nos sale más barato construir una casa para que nuestros hijos la destrocen que dejar que sigan rompiéndolo todo a su bola. La iniciativa se aprueba, y el primer día el espectáculo es dantesco: niños de 6, 7, 8 años que rivalizan con los hunos de Atila. Ríete tú de William Golding y El Señor de las Moscas. El truco está en que el contable les ha prescrito el síntoma. Como Paul Waztlawick en la Escuela de Palo Alto. Los críos están obligados a destrozar el palazzo. Al tercer día no solo se sienten físicamente agotados (el alcalde los ha equipado con martillos), sino que están psicológicamente vencidos. Hasta ahora rompían como acto de rebelión. Pero ahora que los adultos los animan, el romper se ha convertido en un acto de obediencia. Triunfa la psicoterapia inversa  y al contable le regalan una moneda con un agujero de plata.

Puede ser un hermoso trabajo para paliar los estragos económicos de la cuarentena: contador de cuentos por teléfono. ¿En pago? La voluntad. El servicio no tiene por qué ser solo para niños. Podemos sacar la Scheherezade que todos llevamos dentro e inventar cuentos para adultos. Y además, dejarlos en suspense, para que nuestro cliente se anime y nos contrate al día siguiente. Y al otro, y al otro y al otro. Hasta que salga la vacuna.

Yo empezaría con esta historia de Lo + Plus. No es un cuento, sino una historia verídica, pero pocos conocen el final. John Turturro llega a España para promocionar una película. Creo que era mi preferida: El Gran Lebowsky. No sé cómo (nuestros documentalistas eran como Sherlock Holmes) nos enteramos de que Turturro había pillado en Madrid una diarrea. Pasar de los perritos calientes al cocido de Lhardy tiene un precio. Decidimos hacer una coña con su estado y le sorprendimos poniendo un retrete en una esquina del plató. Por si en mitad de la entrevista, llegaba el apretón. Y cinco minutos antes de que diera comienzo la entrevista, la broma llegó a oídos de la avinagrada jefa de prensa.

To be continued...

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