Otras miradas

Lo habitual de los hechos inusuales: respuesta a un mundo en crisis

Daniel Bernabé

La UME ayuda con la retirada de la nieve en Madrid
Efectivos de la Unidad Militar de Emergencias (UME) despejan de nieve el entorno de la Plaza de Cibeles en Madrid. — EFE/Rodrigo Jiménez

Los acontecimientos inusuales lo suelen ser tan sólo porque son vistos desde la estrecha mirada de unas pocas generaciones. En este último año hemos sido azotados por una pandemia, en esta última semana hemos asistido al asalto del Capitolio estadounidense y España ha sido barrida por un temporal inclemente. Como no nos queda otra, bromeamos con una invasión extraterrestre para primavera. La risa es antídoto para la desesperación, pero también lo que resta cuando se han estrechado los horizontes de lo posible.

Las enfermedades, la inestabilidad política o las catástrofes naturales son, de hecho, acontecimientos bastante usuales, salvo que por esta parte del mundo y para las últimas generaciones, no han sido habituales. Quizá, lo extraordinario, no es tanto que sucedan, sino la concatenación de tanto en tan poco tiempo. Al margen de un cierto azar, los resultados se agolpan cuando previamente se han acumulado sus causas. Y de nuevo, en esta parte del mundo, en estas últimas décadas, hemos aumentado más los riesgos que las certezas.

El ataque a las Torres Gemelas del 11 de septiembre de 2001 no hubiera sucedido sin una política exterior estadounidense contra la URSS que benefició al yihadismo. La gran recesión de 2008 no hubiera tenido lugar si la economía de casino no hubiera primado sobre la productiva. La ultraderecha no hubiera resurgido sin una respuesta a la gran recesión que consistió en recortes y que se centró, sobre todo, en combatir a los críticos con el neoliberalismo más que en proporcionar seguridad. No hay nada peor que un pequeño-burgués asustado, dijeron en los años 30 del pasado siglo.

Con la pandemia, que algunos han atribuído al contacto cada vez más directo de humanos y su producción alimentaria con especies que antes permanecían a resguardo de ecosistemas hoy deteriorados, podemos culpar incluso al azar. No así con los temporales, cada vez más frecuentes, como el de esta borrasca que está inducida por el aumento de la temperatura polar, lo que expulsa corrientes de aire frío a latitudes más septentrionales. En la zona de los Grandes Lagos y la costa este norteamericana ya sufrieron algo incluso peor en 2014.

Más allá de las causas, al final, esta concatenación de sucesos lo que debería advertirnos es que estamos al final de algo. Hace un año, cuando el virus aún era neumonía de origen desconocido, Australia ardía presa de unos devastadores y, otra vez, inusuales incendios. Mientras, si exceptuamos a los pobres koalas, que el resto mirábamos aterrados a Oriente Próximo, tras asesinar, otra vez, Estados Unidos, al general iraní Souleimani cuando estaba de visita oficial en Irak.

A finales de noviembre, fue asesinado a balazos, en una acción de comando al alcance de pocas agencias más allá del Mosad y la CIA, el responsable del programa nuclear iraní, Mohsen Fajrizadeh, esta vez en el propio suelo de su país. A Trump le queda poco, no así quizá a esa corriente descivilizatoria que tomó cuerpo con Dick Cheney, continuó con el Tea Party y que permanece al alza en buena parte de Europa, Brasil y la India. En lo que llevamos de siglo, dos décadas, hemos tenido el brote de Ébola en África oriental, el SARS-Cov, la pandemia de gripe H1N1, y el síndrome respiratorio de Oriente Medio, todos, también, inusuales.

Es decir, que el apellido de inusual es como lo de recurrir al humor que decíamos al principio, una manera de consolarnos, de rehuir la realidad de que el mundo que habíamos conocido, una mezcla del pacto de posguerra con su posterior desmontaje, iniciado por la sociopatía de la reacción conservadora de los años 80, está tocando a su fin.

Los grandes imperios europeos del siglo XIX fueron cayendo como piezas de dominó a partir de la Gran Guerra de 1917, pero mientras que en Estados Unidos aplicaban el New Deal desde 1933, que anticipó lo que sería la Europa del Estado del Bienestar, el Imperio Británico no se descompondría hasta pasada la Segunda Guerra Mundial. Es decir, que los derrumbes y las reconstrucciones se concatenan, no son inmediatos y, por lo general, suelen ser convulsos.

La cuestión, ante los momentos de cambio, es sobre todo las respuestas que dan las sociedades que se ven inmersas en la agitación de los tiempos. La nuestra tiene un problema: que no parece reconocer los síntomas evidentes empeñándose en las recetas que nos han traído hasta aquí. Grupos minoritarios pero poderosos rigen, pero una parte sustancial de la población se debate entre seguir aspirando a subir un escaloncito y, si no lo consigue, a patalear rompiendo la baraja. El resto opta por la depresión o la risa nerviosa.

Si hay algo que tanto la pandemia como este último temporal nos han demostrado es la necesidad esencial de un sector público fuerte. Si China está prácticamente libre de la covid, cuando los analistas pronosticaron el pasado febrero que el coronavirus sería su Chernobyl, es por su capacidad de organizar, llevar decisiones a término y trazar planes a medio plazo. Algunos lo atribuyen al autoritarismo, los mismos agoreros que la daban por finiquitada. No nos explican por qué otros países sin democracia liberal han sido tan golpeados por el virus como los que presumen de ella.

Si España, y más allá la UE, quieren pintar algo en el tiempo que viene no pueden permitirse prescindir de sus sistemas democráticos, tanto como no enmascarar un sistema económico que ya no carbura utilizando la democracia no como unos principios, un método y un fin, sino como una coartada. En lo cercano e inmediato esto se refleja en que resulta muy difícil defender que la subida del SMI no era posible, más allá, que sería un apocalipsis económico, mientras que nos comemos un subida de la luz que nos cuentan como razonable.

Lo grande acaba marcando lo cotidiano. Lo cotidiano nuestro juicio sobre la validez de lo que nos rodea. De ese juicio depende la legitimidad de muchas cosas, entre ellas de todo lo grande. No se engañen, vamos a seguir teniendo muchos más de estos hechos que llamamos inusuales. La respuesta que demos como sociedad, con los críticos lapidados y las decisiones en manos de una ortodoxia anclada en Wall Street, con las legitimidades de lo grande y lo cercano pendiendo de un hilo, no apunta que vaya a ser la correcta.

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