Rosas y espinas

Podemos y el Romanticismo

57727438e3529Por primera vez en su corta historia, Podemos sufre depresión. No hay que olvidar que aun está echando los dientes de leche, y eso es doloroso. Pero se nota como un fenómeno paranormal por las esquinas. Generalmente las elecciones, para los perdedores, son como las eliminaciones de La Roja: nos instalan en la dulce fatalidad de lo esperado. Sin embargo, es como si el votante de Podemos se hubiera tomado la derrota como algo personal, no solo negocios, y la melancolía de los cantores de lo nuevo está humedeciendo el verano.

En la derrota es donde Podemos ha recuperado su esencia de movimiento ciudadano, por eso da tanta ternura. La derrota carece de demoscopias y banderas, de consignas y megafonía. Es como las plazas de los pueblos cuando acaba la fiesta en la madrugada: parece que quedan habitadas por saxofonistas muertos que intentan patéticamente pasárselo bien.

Mucho se ha escrito, hablado y gesticulado sobre las causas del gripazo de Podemos en las urnas, pero lo apasionante es valorar las consecuencias. Se han diluido ilusión y temor a partes iguales, y volvemos a ser, por tanto, un país aburrido, acartonado, sepia y con el amanecer obligado a presentar una instancia cada mañana en ventanilla. Es deprimente para quien se dormía soñando que aun okupaba la Puerta del Sol.

Tristemente, la experiencia ha vuelto a demostrar que para asaltar los cielos antes necesitas construir un cohete, por muy idealista que seas. El Principito es un relato, en el fondo, deprimente. Y acaba en accidente de avión, que no es parca metáfora.

Alrededor están la euforia consuetudinaria de la derecha, la urticaria también consuetudinaria de PSOE e IU, el rececho reincidente de los partidos nacionalistas. Pero Podemos, o eso que aun sobrevive en Podemos de movimiento ciudadano, carece de modelo político de conducta. Solo ejercitó el poético. Supongo que le sucedería lo mismo en la victoria.

La de Podemos no es una derrota política o electoral, sino social, o ética, o poética, o sabe el demonio qué. Los sueños son demasiado impacientes para aguantar segundas vueltas. Por eso duele más a los que se creyeron habitantes de los umbrales del cambio. Es un dolor indeterminado, ilocalizable, casi hipocondriaco. Como el de las oscuras e irremplazables golondrinas que no volverán.

Ahora que redespierta el romanticismo porque se acaban de cumplir 200 años de la noche en que Mary Shelley parió a Frankenstein, conviene no olvidar el origen reactivo e inclasificable de Podemos. Hugh Honour, el gran crítico, dejó escrito un párrafo que se sale del libro hacia hoy: "El afán de clasificar a los artistas en románticos o clásicos, introvertidos o extrovertidos, orales o anales, comenzó con los mismos románticos, que tanto revalorizaron el arte del pasado. Pero esos sistemas binarios siempre me recuerdan aquel antiguo epigrama: 'Yo divido el mundo en dos categorías, los que dividen el mundo en dos categorías y los que no. Estoy con estos últimos".

Podemos no elevó a las plazas tanto un proyecto político como la vieja división en dos categorías: casta y ellos; castos vs. románticos. Por eso ahora esta melancolía de relojes blandos detenidos. Con grandilocuencia romántica, Podemos no se presentó a unas elecciones, sino a una revolución. Y las revoluciones en las que quedas tercero no pasan de revoltosas. De ahí tanta y tan extraña tristeza.

 

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