Traducción inversa

La luna y Cuenca

  Después de cenar el niño, rascándose una oreja, se acercó a su padre y, reclamando su atención, le preguntó: Oye, papi, ¿qué está más cerca, la luna o Cuenca? El padre, sin dejar de fijar su atención en el televisor, miró a su retoño con el rabillo del ojo y le contestó: Pero vamos a ver, Jorge, ¿tú desde aquí ves Cuenca?  Es un viejo chiste, pero da una idea de la familiaridad con que hemos contemplado siempre a nuestro astro nocturno. Ahora que se acaba de cumplir el cuarenta aniversario de la llegada de los primeros astronautas a la luna, quizá sea interesante recordar que, hasta el siglo XVII, la Humanidad estuvo convencida de que nuestro satélite era un espejo. De hecho, sabemos que rige las mareas y también los humores de algunas mujeres y las intuiciones perfectamente reglamentadas de ciertos agricultores. Lo del espejo se podría precisar. Jurgis Baltrusaitis explicaba, en un libro fascinante, que la luna era una "máquina catóptrica" (la catóptrica es la parte de la óptica que trata de las propiedades de la luz refleja), un instrumento proporcionado por Dios para reflejar la tierra y sus océanos, que se mueven al compás del planeta de leche.  Haber llegado a pisar la luna no es nada, claro. Desde allí hemos tomado impulso y en los próximos años colonizaremos sin ninguna duda el espacio. Eso lo verán otros, supongo, y los que ya peinamos canas contemplaremos los albores de la operación apegados a este planeta, como J. F. Sebastian en la melancólica metáfora de Blade Runner. La luna seguirá siendo, para nosotros, un misterio inalcanzable. Pero consolémonos: siempre nos quedará Cuenca.

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