Diario de la Antártida

3 de enero. Punta Arenas

foto1editada.jpgMás de 30 horas y cuatro aterrizajes después de salir de Barajas, llegamos a Punta Arenas, la ciudad desde donde partiremos, ya directamente, hacia la Antártida en unos días.

Salimos de Madrid muy mentalizados de que el viaje iba a ser una paliza. Incluso estábamos preparados para posibles complicaciones: el retraso de un vuelo, el extravío de alguna maleta, un bebé llorón o un experto roncador entre el pasaje... Pero en ningún caso habíamos previsto que el olor de pies de un pasajero pudiera arruinar nuestra dicha. ¡Cómo explicarlo! ¡Tre-men-do! Íbamos en primera clase por gentileza de Iberia, pero, claro, eso no garantiza la higiene personal de los viajeros, como pudimos comprobar inmediatamente después de que el piloto nos autorizara a desabrocharnos el cinturón, descalzarnos y todo lo demás.

Localizamos al tipo enseguida. Un hombre de unos cuarenta años. Una persona de lo más normal. Tanto, que quizá sea consciente de su problema y haya decidido no ponerle remedio para que alguien se fije en él por alguna razón.

En fin. Al cabo de una eterna media hora, o bien el olor se apoderó de todo el avión y ya no notábamos nada, o bien se repartió entre todos nosotros y tal dispersión lo hizo prácticamente inapreciable. No sé. El caso es que ya no molestaba y nos concentramos en averiguar por qué habíamos salido con una hora de retraso. Y es que, al parecer, un ciudadano peruano que iba a ser repatriado en nuestro vuelo se había puesto a llorar desesperado. Decía que no podía volver, que su mujer vivía ya en España y estaba embarazada, según el relato de un asistente de vuelo. Finalmente, los agentes que le acompañaban decidieron suspender la operación y de ahí el retraso. De estas cosas, uno no se entera si va en primera clase, salvo que pregunte.

Las doce horas que nos separan de Lima pasaron volando... Claro. Iba anocheciendo detrás de nosotros, mientras avanzábamos hacia el oeste, y el mapa de nuestras pantallas hacía que pareciera que la noche nos perseguía por medio mundo; hasta que nos alcanzó. Lo hizo a tiempo de impedir que viéramos la Amazonia desde el cielo. Una pena, aunque si no hubiera sido la luna habrían sido las nubes. Debajo de nosotros la naturaleza daba un espectáculo único y no lo podíamos ver. No importa. Yo me lo estaba imaginando.

Del aeropuerto de Lima, donde cogimos otro avión a Santiago de Chile, me llamó la atención el lenguaje. La indicación en una puerta: "para escapar, empuje"; el letrero de un bar: "si vas a beber, no manejes"; o las "tranquilizadoras" –sí, entre comillas- palabras que tenía sobreimpresas una columna: "zona segura en caso de sismo".

Dos horas después, partimos hacia Santiago, esta vez, en clase turista. Dio igual. A estas alturas ya estábamos lo suficientemente cansados como para no notar la diferencia.

En Santiago, David hizo un comentario con una intuición casi femenina: "me da a mí que nuestras maletas no van a llegar sin más a Punta Arenas". Ni siquiera él sabe por qué dedujo tal cosa; en Madrid nos aseguraron que iban facturadas hasta destino y, de hecho, así constaba en los resguardos. Pero el caso es que fuimos hasta las cintas y allí estaban, dando vueltas y vueltas, yo diría que hasta con expresión de desamparo. Las recuperamos, salimos de la zona apátrida y volvimos a facturar. Otras cuatro horas de espera.

Cuando ya pensábamos que sólo quedaba un vuelo, y a punto de entrar por la puerta de embarque leemos: "Punta Arenas vía Puerto Montt".

- "David, creo que no es un vuelo directo".
- "Venga, hombre, qué dices".

Cuando llevas 25 horas de viaje, estas sorpresas, aparentemente inofensivas, rozan la tragedia.

Este vuelo también salió con retraso, aunque la explicación es casi cómica. Varios pasajeros tenían un asiento que no existía. Para ser más exacta: ocupaban la fila 28 de un avión de 27. No sé cómo, al final los reubicaron. Pero cuando llegamos a Puerto Montt para dejar a algunos y recoger a otros, volvió a ocurrir lo mismo. A estas alturas, a David y a mí cualquier cosa nos producía ya una risa desproporcionada.

Curiosamente, cuando pasas tanto tiempo sin dormir en condiciones y superadas un par de crisis de sueño, uno está tan despejado como si llevara toda la vida de vacaciones. Y así llegamos a Punta Arenas. Aquí eran las 10:30 de la mañana y después de casi dos días esperando casi con obsesión tirarnos en una cama, decidimos hacer tiempo para ajustar el ritmo biológico al día y la noche. Una ducha, un almuerzo, un paseo por la ciudad, un café... "Ya no puedo más, David. Hasta mañana".

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