A ojo

Hasta el Papa

El más reciente en la lista es Benedicto XVI, el Papa de Roma, por cuenta de la multiplicación de los casos de pederastia de los curas católicos –en Irlanda y Alemania se han dado las denuncias multitudinarias más recientes–, y de su ocultamiento por parte de las autoridades eclesiásticas.
Dos escritores británicos han interpuesto una denuncia para que los tribunales de su país ordenen la detención y procesamiento de Su Santidad cuando visite el Reino Unido en septiembre.

Se suma así el Sumo Pontífice de los católicos y cabeza del Estado Vaticano a otros dirigentes perseguidos por la justicia, como el serbocroata Radovan Karadzic, que está siendo juzgado en La Haya por crímenes de guerra, o el sudanés Omar al-Bashir, contra quien pesa desde hace un año una orden de arresto de la Corte Penal Internacional por el genocidio de Darfur. Y la cosa va en serio: hace unos pocos meses, la ex ministra israelí Tzipi Livni no se atrevió a viajar a Londres por miedo a ser detenida y llevada a juicio por las atrocidades de su Ejército contra los palestinos en la franja de Gaza, como le sucedió hace una década al ex dictador chileno Augusto Pinochet por un auto de detención del juez Baltasar Garzón.
Claro que no es probable que pongan preso al Papa. No es fácil, como lo muestra el procesamiento del mismo juez Garzón por haberse atrevido a meterse con los crímenes del franquismo. Para la justicia nunca ha sido fácil, y ni siquiera posible o imaginable, funcionar al margen del poder político y contra él. Y también es verdad que lo que se pretende juzgar en los casos mencionados son crímenes de naturaleza política: crímenes de Estado. A Benedicto XVI no lo acusan de haber violado personalmente a ningún niño, sino de anteponer los intereses de su Iglesia a la suerte de los niños violados por sus curas. Ni al presidente Al-Bashir, ni a la ex ministra Livni, y ni siquiera al ex presidente serbobosnio Karadzic, que ya no está en el poder, los acusan de haber asesinado a nadie con sus propias manos. No son delincuentes comunes, sino criminales políticos.
Pero es reconfortante para los ciudadanos ver que quienes decidieron la comisión de esos crímenes de Estado ya no son intocables ni están por encima de la justicia. Que ya no hay que esperar para juzgarlos, o al menos para intentar juzgarlos, a que la ocasión sea brindada por un asunto también de Estado: por ejemplo, una guerra perdida.

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